Suele decirse que están «encumbrados», si bien algunos de ellos no parecen inmunes al mal de montaña. Se supone que gracias a esa perspectiva pueden ver y saber más que nosotros y asimismo ser vistos con gran facilidad, pero si lo primero tiende a envanecerles lo segundo les pone a la defensiva. Como si cada vez tuvieran que probar que son idénticos a la imagen que tienen de sí mismos y cumplen un papel ante la Historia que nosotros, ingratos, no entendemos. ¿Y uno qué va a decir, si puede ver que el alto funcionario está haciendo equilibrios encima de un ladrillo?
No todo el mundo encaja en el servicio público. Unos porque lo entienden como autoservicio y otros porque carecen de la paciencia y el espíritu de abnegación que supone exponerse al escrutinio generalizado y poner buena cara a todo el mundo, especialmente a los malencarados. Pocas chambas requieren tan puntillosamente de profesionalismo, tacto y sacrificio, mismos que sin embargo muy rara vez se exigen, y cada día menos. De un tiempo para acá se multiplican los funcionarios públicos déspotas y groseros, además de ignorantes y malintencionados. Gente que no pretende ya desquitar su sueldo, sino lanzar regaños, cacareos e incluso moralejas entre quienes se atreven a contradecirles.
Un funcionario público grosero es como un cirujano desaprensivo. No le queda a uno claro, por decir lo menos, que el tipo sea confiable en su trabajo. Valdría creer que se trata de un cínico supino, pues evidentemente no le arrebata el sueño saber que todos saben de sus pocos escrúpulos, pero el poder es una droga dura y a veces quien lo tiene piensa que todo el mundo está obligado a compartir sus alucinaciones, ya sean éstas meras falsedades, paranoias furiosas o delirios guajiros. Todo con tal de no perder altura.
No es un secreto, pues, que ciertos servidores malmandados se piensan mejor gente que nosotros. Más que para servirnos, están para educarnos y moralizarnos, aun si en esos rubros es donde menos logran descollar. Puesto que sus razones no suelen sostenerse en juicio alguno, sino en indiferencia, zafiedad y violencia verbal: justamente la clase de recursos que emplean holgazanes, ineptos y malandrines para negar sus malos resultados y llevar el asunto al territorio incierto de los madrazos. Pero si la impaciencia y la agresión están mal en un hijo de vecino, ¿qué decir de quien cobra por brindar un servicio a los ciudadanos y en vez de eso se aplica a intimidarles?
Coartadas nunca faltan, por supuesto, y una muy popular está en la ideología. Quienes desde el poder nos hablan en su nombre se asumen responsables de una misión sublime que trasciende leyes y reglamentos, igual que en otros tiempos la Santa Madre Iglesia se miraba obligada a vigilar que cada cual creyera las únicas verdades socialmente aceptables por entonces. La mera idea de que un servidor público se sienta en el deber de regañarnos o estigmatizarnos por no pensar como él sonaría grotesca, si antes de eso no fuera espeluznante. ¿Haría falta añadir que los tiempos más negros en la Historia nacieron de esa suerte de convicciones?
Cada vez que sabemos de funcionarios públicos que reprenden u ofenden a quienes les cuestionan, nos extraña un poquito (aunque cada día menos) que sus majaderías no les cuesten la chamba, y que de hecho no paguen precio alguno por haber demostrado que en realidad no merecen su puesto, ni quizá sirvan para hacer lo que hacen. ¿Cómo nos constará la calidad presunta de sus quehaceres, si es que tan mal soportan el escrutinio de quienes en teoría está para servir? ¿Y cómo no advertir, vistos los deplorables resultados que tanto les molesta transparentar, que grosería y soberbia están ahí para robarse el pleito y distraernos de su incompetencia? ¿Será que se figuran que el día que se bajen del ladrillo van a sentirlo caer en la cabeza?
Este artículo fue publicado en Milenio el 09 de abril 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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