Los obsequiosos

Son ubicuos, o al menos eso intentan. Viven constantemente sobreactuados, como en una audición interminable. Se esmeran en cumplir a pie juntillas las órdenes que todavía no reciben. No tienen superiores sino amos, de los cuales depende visiblemente su estado de ánimo. Se sienten importantes porque están a los pies de quien creen importante, pero también se temen desechables (de ahí tanta premura por agradar, siempre y a toda hora). No pueden darse el lujo de sostener principios, opiniones ni límites. Parecería que el desdén no les duele, pero hay que ser ingenuo para creer que que no esperan cobrárselo con creces. Mientras eso sucede, se pasan de obsequiosos.

No es posible creer en la sinceridad de quien suele estirar la cortesía hasta el extremo de la genuflexión. Tampoco puede uno sacudirse esa incomodidad vicaria en la conciencia que provoca el abuso de la cursilería, pringosa y farisea de por sí. Pues si a los obsequiosos nada les sonroja, otros nos sofocamos en su lugar y soltamos la risa para compensarnos. A sus ojos, sin duda, somos todos idiotas y soberbios, puesto que no advertimos las oportunidades que ellos capitalizan, y encima de eso caemos en la arrogancia de pretender pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia. ¿Qué nos sentimos, pues, para no querer dueños?

La de los obsequiosos parecería una suerte de infancia prolongada y sojuzgada donde es poco probable la espontaneidad e inconcebible la desobediencia. Se pretenden pequeños, en cualquier caso, y a toda costa evitan significarse. Saben moverse atrás de las cortinas y conspirar debajo de la mesa, igual que un mayordomo colmilludo, pues les consta que el amo es quisquilloso y les causa terror incomodarlo. Tanta abyección, no obstante, resulta ilustrativa, y ellos han aprendido a replicar la prepotencia con que son tratados frente a sus respectivos subalternos, de quienes a su vez exigen sumisión, lealtad y pleitesía. Porque ahí todos son leales mientras pueden, y sólo pueden mientras les conviene.

De más está decir que los aduladores deben lidiar con mucha competencia, y que ésta suele ser feroz y sanguinaria como las zacapelas entre hienas hambreadas. No basta, pues, con agradar al amo; urge también hacerse fama de servicial, y con ella opacar a otros ladinos que también quieren parte del pastel y ya se arrastran para merecerlo. De modo que si todos exageran y mienten para quedar bien, el obsequioso en jefe necesita ir más lejos y acudir a los últimos extremos de la cursilería, donde hasta el menor rasgo de verosimilitud va a dar a la basura, por estorboso. Acostumbran ganar en esta competencia quienes mejor demuestran que jamás osarían ser dueños de sí mismos.

La verdad, sin embargo, es que los obsequiosos, a falta de vergüenza, son ricos en paciencia. Inmensamente. Más que obsequiar, invierten, y rara vez olvidan. Tienen la dignidad anestesiada, pero de sobra saben que está herida. Todas sus carantoñas son meros antifaces, debajo de los cuales subyace cualquier cosa menos satisfacción. ¿Por qué entonces el amo insiste en seguir ciego a tanta falsedad? Porque se la ha creído, y ese es su punto débil. Difícilmente puede el poderoso resistir el encanto de oír zalamerías mañana tarde y noche, por más que sean falsas y exageradas, sin terminar por habituarse a ellas y eventualmente pensarse infalible. Más todavía si, como sus zalameros, le mueven obsesiones subrepticias y su ego se alimenta de simulación.

Los obsequiosos lo hacen todo gratis, pero al fin sus servicios acaban arruinando a quien decían querer beneficiar, pues antes o después toca pagar el precio de vivir tanto tiempo en la irrealidad, sin ver más dimensión que la deseada ni gozar de otro ángulo que el de la complacencia. Y como esto sucede en nuestro país al modo en que pasaba hace treinta años, no hace falta ir muy lejos para saber quién pagará la cuenta del espejismo. Se llaman mexicanos y son famosos por aguantadores.

Este artículo fue publicado en Milenio el 05 de febrero 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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