La tecnología ha alcanzado una etapa prodigiosa: nadie te conoce mejor que tu teléfono. El aparato compendia tus hábitos e ilusiones. Pero el dueño de los datos no eres tú, sino las empresas que trafican con ellos. Curiosamente, esta expropiación de la vida íntima es promovida como una ventaja: te espían para anticipar tus deseos. Si hablas de llantas o buscas informes sobre vulcanización, el sistema operativo de tu celular se activa como un lebrel ante el olor de la carne. Un algoritmo -equivalente digital de la salivación- se pone en marcha y recibes catálogos de neumáticos. Molesto por el acoso que es presentado como una ventaja, apagas el teléfono. Pero salir de la red sólo sirve para que las ofertas se acumulen en tu ausencia.
Hemos llegado a la fase masoquista del capitalismo en que el maltrato se confunde con la virtud. De pronto, una voz con acento argentino o inglés de la India llama para proponerte un «beneficio». Tu tarjeta puede ser pagada en doce mensualidades. Preguntas si eso causa intereses y te enteras de que el «beneficio» consiste en que todo te salga más caro.
Ciertos negocios convierten las molestias en asunto de prestigio. Cada dos meses, mi amigo Felipe descubre el mejor restaurante de México y lo recomienda con un fervor que obliga a ir ahí para que cambie de tema. «Se necesita reservación», advierte, con la mirada de quien desconfía de la urbanidad de sus amigos. La persona que contesta el teléfono duda de ti más que Felipe: «¡¿Para hoy?!», pregunta, como si tuvieras demasiada prisa por ver al Papa. Te resignas a ir días después. Hecha la reservación, recibes esta advertencia: «Tiene cinco minutos de tolerancia». Hay naciones en las que no se necesita recordar que una cita caduca; en la Ciudad de México, la exclusividad de ciertos restaurantes se mide por su impaciencia. El margen de espera solía ser de quince minutos, pero el éxito reduce el tiempo: en un laberinto con más de cinco millones de coches, el santuario de la gastronomía recomendado por Felipe brinda cinco minutos de paciencia. ¡Que vivan las fondas y las taquerías!
Las ganas de incomodar no son privativas de los sitios caros. Como millones de mexicanos, el 24 de diciembre fui al pan. Supongo que en el Jerez de López Velarde aún se respira «el santo olor de la panadería», insuperable forma de la promoción. La capital tiene otros protocolos. Cerca de mi casa hay una panadería tan buena que no quiere vender. Sus horarios parecen los de un confesionario. Tomé la precaución de ir el 23 a revisarlos y supe que habría pan a partir de las doce, «hasta agotar existencias». Saber esto no bastó para obtener la codiciada hogaza. Las campanadas de la iglesia de San Juan cayeron como centavos, señalando el mediodía. Pero ya era tarde. En el nicho de los panes, un hombre miraba su laptop, rodeado de un sabroso aroma; sin voltear a verme, informó que sólo atendían solicitudes sobre pedido. No dije que el día anterior ningún letrero informaba de eso para no oír que pertenezco a los descastados que aún piensan que se pueden comprar bolillos sin apartarlos por internet.
El comercio ya tiene tantas jerarquías como el inframundo azteca. Por desgracia, siempre estás en la incorrecta. La primera tarjeta de crédito que tuve era «terracota», color sincero que no finge opulencia. Con los años, mis deudas lograron que adquiriera mayor categoría. Pasé por la fiebre del oro como un intenso gambusino, pero de poco sirvió conseguir una tarjeta áurea: en este mundo desigual, también existe el platino y si lo obtienes, te enteras de que hay titanio. Llegará el día en que las tarjetas abarquen todos los elementos de la Tabla Periódica y sabrás entonces que tu valencia es la del cloro.
Las compras dan millas de avión y prometen las aguas de una alberca infinity. Como se trata de algo magnífico, resulta difícil obtenerlo. De manera emblemática, el verbo que se conjuga para tramitar recompensas por los pagos es «redimir». Ha sido bien elegido. Conseguir un «boleto premio» en la aerolínea y fecha de tu preferencia pertenece al milagro: para ir al cielo hay que pasar por la redención.
El lujo es un calvario.
Este artículo fue publicado en Reforma el 27 de diciembre de 2019, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.