Nadie sabe para quién trabaja”, reza un dicho vetusto cuya ironía ayuda a digerir el carácter sinuoso del destino, ya que en la antigüedad las personas solían conformarse con creer que sabían para qué trabajaban. Una ilusión, tal vez, aunque tampoco siempre, ni del todo, y eso ya era bastante para otorgarle crédito al librito, según el cual la gente de provecho —o quien deseara serlo— debía seguir los pasos que inexorablemente le evitarían la pena de formarse en la infinita fila de las no-personas.
Nos lo advertían padres y maestros, si alguna vez osábamos apartarnos del guión. “¡Vas a ser un don nadie!” Al propio tiempo, quienes obedecían a pie juntillas daban ya por sentado que serían acreedores de cuantos privilegios automáticos generaran sus méritos cumplidos. ¿Para qué, pues, decían tallarse el lomo tantos padres y madres de la clase media, sino pensando en dejar a sus hijos la herencia de una buena educación? Algo que perdurara y en lo posible les hiciera inmunes a los vaivenes de la economía. Un camino sembrado de aumentos, promociones, ascensos y fondos para el retiro, de modo que entre el aula y el asilo jamás faltara nada. Lo que hoy llamamos “garantía extendida”, sólo que hasta la muerte.
En tiempos anteriores a la consagración del plástico, el valor de las cosas tenía mucho que ver con su durabilidad. Sabías que la máquina era buena por el número de años que llevabas usándola. “Ya no las hacen así”, lamentabas de paso, no sin cierta jactancia que invitaba a la envidia, y ni quién lo dudara porque a todos constaba que en la antigüedad “las cosas todavía se hacían a conciencia”. Quien compraba una buena bicicleta esperaba que fuera la última en su vida, y aun después heredarla a hijos o nietos, en calidad de tesoro invaluable. ¿Y qué era una carrera universitaria, sino un generador de bienestar que al paso de los años premiaría con réditos constantes los sacrificios una vez invertidos?
Hay en todo esto un tufo a cuento de hadas, especialmente visto desde el siglo XXI, cuando las pocas garantías en pie se escudan tras ejércitos de letras pequeñitas. Puesto que hoy los objetos van de la novedad a la obsolescencia en cuestión de unos años, rara vez más de cinco, y algo no muy distinto ocurre en el terreno de los conocimientos. Pocos son quienes pueden esperar que cuanto ahora estudian valdrá para algo de aquí a dos raudas décadas. En todo caso, nadie lo asegura. “Seguridad”, quizás, es el mayor de nuestros eufemismos. Ninguno la tenemos, aunque tantos la vendan.
En teoría, un ergómano tendría que ser el que vive enviciado por el trabajo, sólo que el diccionario no lo consigna así. Encontramos, en cambio, la expresión trabajólico, tomada del inglés por los chilenos: “que trabaja afanosa y compulsivamente”. Fue en Santiago de Chile donde ardieron los vagones del metro, especialmente útiles para ir al trabajo, supuestamente a manos de personas —ergómanos tornados energúmenos— que al día de hoy no acaban de saber para qué trabajan, ni dónde está el futuro, ni si después de tantos sueños arruinados le queda crédito a tamaña palabra.
Crecimos exaltando lo perdurable, hasta que un día a todo le dio por caducar. “Siempre” es un lapso cada día más corto, no está de más temerse que de aquí a pocos años se convierta en sinónimo de “ahora”. Y si esto lo percibe quien nunca supo hacer caso al librito, y mal podría por tanto declararse embaucado, no quiero imaginar el cósmico despecho de quienes hasta antier seguían sus estrictas directrices como quien memoriza el reglamento de una perpetua zona de confort apenas distinguible del edén. Algo no muy distinto descubrieron los alemanes orientales cuando otearon al otro lado del muro y se supieron desde siempre timados. Tal es el desengaño de este siglo, nadie quiere enterarse de que trabaja sólo para sobrevivir. Hace falta algún cuento que parezca verdad, aunque sea de lejos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 28 de diciembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.