La nuestra es una tierra con pésima conciencia, donde no hay mejor bálsamo que el olvido ni mayor alcahuete que la inconsecuencia. Veneramos la Historia igual que a un dios abstracto que no se reconoce en el espejo porque es todo impostura y disimulo. Escribo estas palabras aún bajo la influencia de El vendedor de silencio, una de esas novelas infrecuentes de cuyo sortilegio no es posible escapar, pues amén de pescarlo a uno del cogote le hace creer, con amplio fundamento, que su idea de México ha sido sacudida de raíz. Es la historia de un hombre corrupto y tempestuoso, villano prototípico cuyo retrato cáustico pinta de cuerpo entero a un país imposible, donde hasta la verdad más evidente puede ser suprimida o negociada.
No es la primera vez que Enrique Serna le da genio, figura y épica íntima a un antihéroe abyecto y alevoso. Pero si El seductor de la patria pintó a un Antonio López de Santa Anna grotesco, retorcido y lastimero, su retrato recóndito del periodista Carlos Denegri descubre a un personaje tan extremo que a más de uno le costará aceptar su calidad de engendro sintomático del México posrevolucionario, donde entre militares y licenciados construyeron un inmenso santuario de bribones cuya huella no acaba de borrarse, y quién sabe si no siga creciendo. Es un México próximo el que el autor describe, a cincuenta o cien años de distancia, pleno de lame suelas y felones, enfermo de machismo y aquejado de múltiples complejos que se guarecen al cobijo de la patrioterapia.
No tiene que ir muy lejos el novelista para llevar a cabo una regocijante introspección. Experto en el sondeo de las mentes granujas, explorador a un tiempo despiadado y empático de la flaqueza humana, Enrique Serna nos lleva de viaje por el leonero sórdido y truculento que se oculta en el cráneo del pérfido Denegri, y en tal modo profunda es su excavación que incluso los lectores rectos y pudibundos —debe de haberlos en alguna parte— no sabrán evitar ciertas complicidades con aquel chantajista repulsivo que invita a todo menos a la indulgencia. Rapaz, desvergonzado, díscolo, fariseo, majadero, indolente y misógino a extremos nauseabundos, algo le queda de entrañable al monstruo que provoca las risotadas recurrentes que nos merecería un pariente del todo impresentable.
Si el Santa Anna de Serna pudo pasar por pícaro, a este Denegri ególatra y ensimismado le bastan tres jaiboles para ganarse el rango de criminal, aunque lo cierto es que no inventa nada. El verdadero monstruo es el sistema, él no hace más ni menos que aclimatarse como ningún otro, acostumbrado desde la niñez a vivir a la sombra de los privilegios y aceptar como cosa natural la ordeña cotidiana de principios e ideales. En su negocio, puta es todo el mundo y no hay otro matiz que la tarifa.
Mención aparte vale el desfile de nombres y prohombres que con rara excepción libran la porqueriza transexenal. Afortunadamente para nosotros, los que leemos bajo la compulsión de quien exhuma negros secretos de familia, hace ya tiempo que la gran mayoría de los involucrados alimenta la flora del camposanto, de manera que el novelista se da gusto pisando toda suerte de callos otrora prestigiosos. Mandatarios, ministros, industriales, cantantes, estrellas, literatos, prácticamente todo el Who’s Who nacional entre Carranza y Echeverría pasa lista en las páginas de El vendedor de silencio, donde el Serna sardónico al que tanto admiramos sus lectores deja pocos calzones sin bajar. Imposible reírse sin escandalizarse, y viceversa.
Podría citar líneas y personajes, pero es tan grande el gozo de hacerlo libro en mano —con la cosquilla propia de quien sigue los trazos de una mano maestra— que dejo ese deleite a los beneficiarios del banquete. Tengo una sola queja: he esperado este medio millar de páginas durante varios años y las leí completas en tres días. No hay derecho, me cae.
Este artículo fue publicado en Milenio el 31 de agosto de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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