Es como una comedia romántica, de suspenso que se combina con una historia de terror, le contaba a mi mamá mientras iba caminando apresurada caminando de regreso de una cita que había salido de imprevisto una hora antes. Llevaba dos días sin tener tiempo ni de comer, eran las 10 am de un miércoles y ya había discutido con una mujer en Grecia a las 7am (hora central de México), había hecho cambios a un plano (con cero habilidades de arquitecta), mandado 11 correos, me había bañado, peinado y cambiado de outfit 5 veces, había recorrido los archivos del museo Tamayo (en el museo) y visto un perro que se le escapó a su dueño y corrió adentro de una cafetería casi tirando a un mesero.
Hace una semana estaba tirada en casa en piyama con una sola meta: llegar al final del día sin morir de aburrimiento. Pasé días así, casi dos semanas para ser precisa. Porque, aunque la chamba va bien, en mi negocio las fechas se venden por adelantado. Así que poco a poco se va llenando mi agenda y los meses de noviembre, diciembre y enero parecen prometedores, pero estamos en agosto y cuando uno no tiene mucho que hacer, cada día se siente como dos.
La versión corta de mi cambio de vida radical de una semana a otra es sencilla: mi papá tenía razón. Hace 7 años estábamos sentados los dos en una banca en medio del caos de la ciudad, pero yo me sentía liberada. Había dejado un trabajo que me había torturado durante casi un año. Me costó mucho dejarlo. Lo que más me costó fue ser decente, pero lo hice porque mi papá me insistió, casi me obligó a hacerlo. A regañadientes le hice caso y acabé tomando el camino elegante, salí con la cabeza en alto y dejé las puertas abiertas. Pero nunca, NUNCA quiero regresar – le decía a mi papá. Y él se limitaba a contestarme pacientemente que no quemara ese puente. Y así fue, le hice caso, porque era mi papá. Y tenía toda la razón.
Hace un mes me ofrecieron que regresara a esa chamba que me había drenado hace 7 años. La oportunidad perfecta: yo pongo mis horas, no tengo que ir a la oficina diario, escojo los proyectos que quiero y … me pagan bien, muy bien. Pero nada es perfecto, regresar es trabajar bajo mucha presión, estándares insólitos y circunstancias exóticas. Es el precio del trabajo perfecto. Pero lo quiero más que nunca y estoy de regreso.
Cuanta razón tenía mi papá. Hoy estoy de vuelta en un lugar al que nunca pensé regresar (nunca digas nunca). Y aunque el espacio sigue siendo el mismo y la gente con la que trabajaba sigue ahí, yo soy otra persona. Y mientras sufro estoy feliz riéndome de las ironías de la vida sin dejar de pensar que la vida es cabrona y su sentido del humor, impredecible.
Saludos a mi papá,
La Citadina.