Esos rufianes anónimos

Solemos hablar más de las armas de fuego que de la frustración que a veces las detona. Si rifles y pistolas se multiplican alarmantemente, no otra cosa sucede con la mala leche que desde siempre flota en el ambiente y se expresa en detalles tan pequeños como un coche rayado o una ventana rota deliberadamente. Cosas que hacen los niños, los gamberros o los pobres diablos, bajo el cobijo del anonimato.

Por fortuna, no todos desquitan sus fracasos apretando un gatillo, aunque tampoco existe garantía de que quien hoy destroza a martillazos un parquímetro se detenga mañana ante el impulso de machacarle el cráneo a un semejante. No hace falta para ello ser neonazi, profesar algún odio religioso o sufrir ciertas taras ideológicas; basta con resentir la frustración y alimentar el ansia cobradora.

No suele conformarse el pobre diablo con odiar en secreto cuanto encuentra vedado a sus alcances. Tarde o temprano siente la comezón por dejar un mensaje con su firma. Necesita que conste su rencor y alguien más lo resienta, aunque no tenga vela en el entierro, porque la suya es una rabia ciega y ni falta que le hace distinguir colores. Alguien ha de enterarse de su inquina y eso ya le provoca una risa secreta que de alguna manera le resarce.

Fui también de esos niños que apedreaban ventanas, rayoneaban pupitres y hacían toda clase de estropicios por llamar la atención de sus mayores. Recuerdo, sin embargo, con una indignación todavía fresca, los navajazos que inexplicablemente adornaban las butacas del cine, súbitamente viejas y ya pronto inservibles, para satisfacción del barbaján cuyo rostro jamás atiné a imaginar.

Hoy que de tarde en tarde paseo con mis chuchos, observo con frecuencia un síntoma ordinario —repugnante, sin duda— de esa insatisfacción, tan usual y pedestre que casi todos lo pasamos por alto, hasta que se repite en parques y banquetas, debajo de los árboles, a un lado de los carros estacionados, cual pequeña epidemia de sociopatía. ¿Quién que ande por las calles no se ha topado con una botella de plástico rellena del desecho visceral cuyos solos tonos amarillentos invitan a la náusea y el repudio instantáneos?

No es por supuesto un asunto agradable, pero insisto en mirar su lado sintomático. Bastante ya tiene uno con saber del perjuicio que causan al ambiente los envases de plástico —que seguirán ahí a saber por qué tantas décadas o centurias— para permanecer indiferente a este raro desplante de sociopatía, cuya realización supone en el anónimo roñoso el empeño de asquear a los demás, tras tomarse el trabajo de enroscar la tapa que muy probablemente nadie querrá ya abrir, aunque fuera en el nombre de la salubridad elemental.

Habrá quien lo haga como gracejada, y no obstante hace falta candidez para no ver detrás alguna frustración mal digerida, valga el mal gusto de la alegoría. El hecho es que el paisaje citadino se halla día con día constelado de botellas cerradas, rellenas de micciones repulsivas, a modo de mensaje insatisfecho dirigido a cualquiera que con ellas se tope. Como quien dice, al universo entero.

No es de extrañar que existan pobres diablos guarros —hombres, en este caso, irrefutablemente—, sí en cambio que se tomen el trabajo de hacerle transparente su inmundicia a quienquiera que se tope con ella, no exactamente para celebrarlo. ¿Quién no puede leer el mensaje de tirria y frustración detrás de ese detalle que los inconsecuentes creerán inofensivo, cuando fue perpetrado justamente para ofender la sensibilidad de quien tenga la suerte de topárselo? Cada tarde las miro —nunca nada más una, de pronto cinco o seis, a lo largo de una hora de caminata— y experimento una mezcla fugaz de grima, lástima y misantropía, propia de quien comprueba con pesadumbre que su especie no acaba de evolucionar. Perdonen que me tape la nariz.

Este artículo fue publicado en Milenio el 10 de agosto de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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