El otro novelista

Mi querido Ramón,

No intento dirigirme al amigo perdido, sino a aquel que la muerte jamás podría quitarme. Uno que me conoce más allá de lo que a cualquier otro le permitiría, pues por mucho que estime a los demás me temo que ninguno sabría moverse dentro de mi cabeza con la sagacidad de lugareño que solías esgrimir a la hora de leerlo a uno por dentro y descifrar sus signos más recónditos, sin perder la sonrisa ni la curiosidad: dos de las cualidades más enriquecedoras de quien no concebía mayores recompensas que la alegría y el conocimiento.

Te perdí pronto el miedo, aunque no fuera poco. ¿Pues qué otra sensación iba a experimentar un novelista debutante al entregar el fruto de todos sus desvelos a un editor cuyos grandes autores llevaban media vida deslumbrándole? Tú, que amén de lector clarividente fuiste autor de novelas tan ambiciosas como entretenidas, conocías sin duda la zozobra del loco solitario cuyas dudas copiosas suelen ensombrecer sus pocas certidumbres, y tal vez fue por eso que atravesó esa tarde tu oficina una ráfaga rauda de empatía. En cosa de minutos, la habitación que yo creía un quirófano se tornó hospitalaria como el mejor tugurio, y nosotros secuaces instantáneos.

“Tanto quiere el diablo a su hijo, hasta que le saca un ojo“, opinaba mi madre siempre que me encontraba remendando por enésima vez un texto en teoría terminado. Aprendí, sin embargo, que una página sólo puede estar lista cuando ha pasado ya por el filtro tenaz de Ramón Córdoba: la clase de lector habilidoso que hace suyo el estilo del autor y desde su pellejo se lanza a apuntalar cuanto pudiera estar fuera de tono. Quiero decir que a veces, y no pocas, conocías mejor que yo mis intenciones, cual si hubieras escrito lo que unos días atrás te había entregado. ¿Y cómo no rendirse a tu largueza, si eras la negación triunfal del ego?

No exagero si digo que seis de las mejores semanas de mi vida las pasé trabajando junto a ti en otros tantos libros en proceso. Me divertía, es verdad, igual que un niño, aunque he de conceder que aquel ritual de terso aterrizaje funcionaba como una gran terapia. Recuerdo esa oficina –que luego te quitaron, nunca entendí por qué, aunque tampoco te escuché quejarte– como el santuario de nuestras carcajadas. ¿Alguna vez te dije que aquél era mi premio por terminar el libro?

No había sutileza que te pasara de noche, profesabas un culto por la filigrana que era bálsamo para mi neurosis y tornaba gozoso lo tortuoso. Porque era todo un juego, lo bastante formal para que te tomaras en serio el compromiso de leer la novela con la banda sonora que yo te daba, si bien lo suficientemente desenfadado para vivirlo como un carnaval y compartirlo cual vicio feliz. Luego, ya terminado el mamotreto, no había protocolo más urgente que el de ir a celebrarlo a una cantina, exultantes como un par de tahúres a quienes la ruleta recién recompensó. ¡Salud, contramaestre!, rematabas, con ese desparpajo de cómplice entrañable que invitaba a creernos inmortales.

Aún me gusta decir que tú eras el partero de mis libros, por eso celebré el día que me ofreciste echarle un ojo a cada nuevo manuscrito, aunque no fueras tú quien lo editara ni ganaras un peso en ese trance. Tampoco regateabas los consejos, ni me tomaba más que una llamada hacer cita contigo y encontrarnos la tarde siguiente para hablar de los libros, los amigos, los perros, la fiesta que es la vida y el porvenir que, estábamos seguros, nos haría coincidir en un nuevo proyecto.

No pienses, pues, Ramón, que te me has escapado al otro mundo sin dejarme al fantasma corpulento que me acompañará al fin de cada libro, aunque nadie se entere que al cabo somos dos los que escribimos y compartimos esas risotadas sin las cuales no hay vida que se precie de serlo.

¡Salud, compinche hermano, y que siga la fiesta!

Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de junio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.nvinoticias.com/nota/119035/parte-el-editor-amigo-ramon-cordoba

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