Tal como la riqueza material, el poder se avergüenza de ser nuevo. Quisiera el nuevo rico descartar de un plumazo las penurias de ayer, reinventarse de golpe y para siempre a partir de una imagen deslumbrante que le libre por siempre de la piedad ajena; si bien lo más común es que su empeño mueva más a la risa que al respeto. Y eso el nuevo poder no lo soporta, de ahí que no le baste la admiración, ni siquiera envidia de sus semejantes, para saciar su sed de pleitesía. Si el nuevo rico cree que puede comprarnos, el nuevo poderoso se jacta de poseernos de antemano y espera caravanas que así lo certifiquen. Lo demás es desaire y apesta a desafío.
A algunos les asombra que quienes de repente se miran poderosos tiendan a la incongruencia y el dislate, cuando tal suele ser su privilegio. La magia del poder desmesurado –valga decir, su prueba más fehaciente– está en meter la pata sin pagar precio alguno, y hasta de sopetón salir ganando como un niño mimado. Camina el influyente sobre las aguas donde otros naufragan, y es natural que quienes le acompañan se proclamen tocados por su gracia, impermeables a las vicisitudes que desvelan a los simples mortales. ¿Quién que un día se despierte omnipotente no querrá darse el lujo de perder la razón y aún así conservarla por sus puras barbas?
No acostumbra el poder hacerse transferible, pero la prepotencia peca de contagiosa. Como esos polizontes cuya arrogancia excede el don de mando de sus superiores, la sombra del poder hace del pobre diablo un monstruo de cuidado. Ebrio de autoridad, el achichincle recién infatuado encuentra en cada límite una afrenta y no precisamente le sobra la paciencia para cobrarse las zalamerías que debió prodigar para estar donde piensa que ha llegado. Tolera mal las bromas, para colmo, pues vive al tanto de su fragilidad y ya sospecha que ésta se transparenta.
“¿Quién diablos te has creído?” “¿Sabes con quién te metes?” “¡De mi cuenta corre…!” Los ejemplos abundan, varios de ellos han sido grabados en video. Precisa el bravucón, acicateado por su orgullo en carne viva, que temblemos ante ese brazo largo que se jura capaz de dejarnos en unas horas sin trabajo –o por qué no, sin vida– por la pura osadía de contradecirle. Si algo de pobre queda en el nuevo rico, no poca es la impotencia que se agazapa tras la agresividad del prepotente.
Nos espanta que hoy día proliferen los criminales listos para llenar de plomo a cualquiera que dude en sometérseles, pero justo es decir que no aprendieron solos. Durante muchos años, y al cabo hasta la fecha, el símbolo de estatus en este país ha sido el retorcido derecho a la excepción. Ya en los dorados tiempos del charolazo –cuando una simple credencial metálica era salvoconducto para la alevosía– se entendía que sólo los pobres infelices debían sujetarse al imperio de la legalidad, pues incluso en la cárcel (y especialmente ahí) las excepciones son de quien puede pagarlas. ¿Es en verdad extraño que tantos forajidos quieran la rebanada de prepotencia que antes se reservaban los influyentes?
La tragedia del nuevo poderoso descansa en el candor ilimitado de quien se considera renacido y piensa, como tantos nuevos ricos, que sus complejos han sido borrados y nunca más vendrán a perseguirle. Pues el único auténtico poder del que disfruta ilimitadamente tiene que ver con la autosugestión. Ayudan, es verdad, la aquiescencia y el servilismo ajenos, igual que el miedo encuentra la manera de pasar por respeto, mas nada de eso evita que el prepotente vaya por la vida exhibiendo carencias y trastornos sin el menor pudor, como el rehén de un ego embrutecido que toma por corona el gorro del bufón y por amigos a sus lamesuelas. Una cosa es que no abra uno la boca, y otra muy diferente que no se entere.
Este artículo fue publicado en Milenio el 23 de marzo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.