Nunca he creído mucho en los buenos propósitos, y menos todavía si éstos son declarados a los cuatro vientos en los primeros días del nuevo año, cual si quien los formula exigiera un aplauso anticipado. Hay una calma chicha, sin embargo, que se extiende a lo ancho del mes más aburrido del calendario, de modo que no falta el optimista que encuentra en ello una oportunidad para crearse alguna cierta forma de inercia positiva. Sinergia, que le llaman, y de la que se espera una ganancia mayor a la energía que se invierte. Algo así como voluntad + disciplina = bienestar general.
No es insignificante la tentación de ser algo mejor que aquella porquería que teme uno haber sido hasta diciembre. La experiencia, no obstante, me ha enseñado que estas ansias modélicas se conservan mejor en el silencio, de modo que más tarde no resulte uno pasto del pitorreo generalizado. De repente hace bien comprometerse, y a menudo la conciencia no basta. Solemos ser tramposos desde el fuero interno, que pasados diez días del agobiado mes se arma de toda clase de indulgencias para el propio consumo. “Total, así soy yo”, se relaja uno al cabo, como quien vuelve a un vicio dadivoso entre fanfarrias de autocomplacencia.
Abundan hoy en día recursos tecnológicos para ejercer vigilancia severa en la formación de hábitos provechosos. Lo sé porque he invertido algunas horas decidiendo entre varias aplicaciones diseñadas para que el usuario eche a andar un recio operativo de autoacoso por medio del reloj, la tableta, el teléfono y la computadora, sincronizados de manera tal que el más pequeño amago de flojera caiga como un misil en la autoestima. ¿Quién, a pesar de todo, desconoce el deleite de apagar las alarmas y volver a la almohada como a un claustro materno?
Una vez elegida la aplicación para monitorear mi camino entre las palabras y los hechos –Today Habit Tracker, se llama– entendí que era hora de acreditar mis buenas intenciones ante los ojos de un ser superior. Sin pensarlo dos veces, tomé una foto de uno de nuestros canes y la planté en el seguidor de hábitos. A la gente se le engaña muy fácil, o así son tan amables de pretenderlo, pero el perro sabe muy bien quién eres. Conoce tus flaquezas, predice tus humores y no se hace ilusiones con sus expectativas. Tres kilómetros diarios de paseo pueden ser demasiada promesa para un hombre, hasta que se reflejan en los ojos de un perro. ¿Con qué cara le fallas a quien sabes que nunca te lo reprocharía?
Los ánimos crispados están en todas partes, pero los chuchos sólo tienen prisa cuando llega la hora de pasear. Por mi parte, no encuentro otra oportunidad de dar la espalda a la marcha del mundo y abandonarme a divagar en torno a aquellos temas íntimos que rara vez encuentran espacio entre la agenda. Cosas sin importancia, como el estado actual de algunas nubes y las hojas marchitas de los árboles, a partir de las cuales soy capaz de inventarme un proyecto en tal modo sustancioso que me cambie la vida para siempre, o acaso nada más revivir esas tardes de la infancia que solían durar más que un enero adulto.
Se acostumbra uno, al cabo, a los deberes; no así a las recompensas. Verdad es que en el software mencionado almaceno otros hábitos deseables para cumplir mejor con mis propósitos, pero ahora que regreso de aquellos tres kilómetros, durante cuyo transcurso escribí en la cabeza las presentes líneas, los ojos de un perrote satisfecho y jadeante me recuerdan la vieja distinción entre compensación y recompensa. No aspiro en realidad a mayor paz de espíritu, conformidad más plena ni mejor regocijo que el de volver al final de la tarde con la cabeza plena de asuntos en tal modo principales que sólo el perro y yo los entendemos. Perdonando, a todo esto, el despropósito.
Este artículo fue publicado en Milenio el 12 de enero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.