El virus del olvido

Para Carlos Marín, de corazón.

No sé por qué me extraña que se oxide, si de hecho cada día la uso menos. Todo conspira, aparte, para hacer redundantes los pujidos tenaces de la memoria. Recuerdo, de la infancia, infinidad de cifras, siglas y claves que perdieron sentido con el paso del tiempo, como las direcciones y teléfonos de varios compañeros de la primaria: empeñado en sacar algún provecho de todo aquel cascajo neuronal, suelo usar algo de esa información para armar contraseñas informáticas que creo inexpugnables para cualquier mortal que no pueda leerme el pensamiento. ¿Pero a quién le preocupan los motivos que pude haber tenido para mezclar las placas de un auto de mi madre con el número telefónico de cierto compañero de pupitre? De una u otra manera el teléfono guarda todas mis contraseñas en algún disco duro inmarcesible al que devotamente llamo nube, sin jamás confundirlas entre sí ni equivocarse a la hora de anotarlas.

Con alguna frecuencia se nos reprochan ciertas imperfecciones en la memoria. Parecería a veces que olvidamos más rápido todo aquello que estorba a nuestra paz de espíritu, igual que se interponen los huesos y la cáscara en el acto de disfrutar la fruta. Antes la gente no filtraba ni el agua, hoy día percibimos la realidad a través de infinitos filtros binarios que permiten excluir toda la información que no nos acomoda. Ya sea que venga ésta del pasado remoto o de hace diez minutos, usamos nada más lo que encontramos útil y lo demás bien puede darse por falso. La Historia, para colmo, se ha hecho configurable al gusto del usuario, que la juzga y digiere de acuerdo a los parámetros que le acomodan a la hoy tan aclamada ley del menor esfuerzo. ¿Cómo es que ese fascista del tal Sócrates no tuvo a bien alzar la voz contra la esclavitud?

Nunca la información estuvo tan cerca, ni el olvido soñó con ser tan poderoso. La gente ya no sabe lo que sabía, sino lo que es capaz de googlear, a través de una prótesis que potencia ilimitadamente sus alcances, si bien le empuja a la amnesia instantánea. Googlemos, por ejemplo, el nombre de una actriz entrada en años o recién fallecida: una gran mayoría de las fotografías encontradas serán de su vejez, y si hoy dimos con diez de las antiguas, no sería tan raro que de aquí a pocos años quedaran tres, o dos, o ya ninguna. A la gente le pesa recordar, entre la gritería que apenas deja tiempo para atender a unos cuantos mensajes previamente filtrados según perfil, antojo, credo o intereses, como serían las noticias, los tuits, la música, la publicidad y un altero virtual de información chatarra que asimismo se irá tal como vino, o acaso dormirá el sueño de los justos en un rincón ignoto de la nube. Para encontrar un tiempo así de olvidadizo, puede que sea preciso remitirse —en proporción, se entiende— a épocas anteriores a la invención de la escritura.

Nunca antes fue tan cándido el hoy vetusto anhelo de posteridad. Ya a la mitad del siglo pasado Albert Camus se preguntaba cuál sería el libro capaz de perdurar por siquiera diez mil fugaces años, ya no digamos hasta la eternidad. Hoy día, echar la vista cinco lustros atrás parecería un acto de espiritismo. Varios de los nacidos desde entonces dudan de que existieran por esos cavernarios anteayeres los celulares, las computadoras y quién sabe si no el cine a color —déjenme que exagere, en bien de la metáfora— pero no tienen tiempo que invertir ni una gran comezón por indagarlo, con tanta competencia en el ciberespacio y todos esos filtros a manera de almenas que les devuelven a su zona de confort, donde cada recuerdo peca de relativo, cuando no fantasioso y al fin configurable.

Una de las razones por las que rara vez tolero una reunión de ex alumnos tiene que ver con la asombrosa falta de memoria histórica que suele distinguirlas. Cada uno recuerda lo que más le conviene, o dice recordarlo por no quedarse atrás en el anecdotario, o asegura que estuvo en alguna aventura donde nadie lo vio y cuenta una versión tergiversada que ya varios celebran con una ligereza que el memorioso encuentra criminal. Pero qué le va a hacer, si ya se ve que el olvido consuela y en realidad qué importa lo que pudo pasar o no anteayer.

Entre tanta memoria artificial, poco se espera ya que uno guarde en la bóveda craneana. La información que treinta años atrás estaba conectada indisociablemente a emociones y sentimientos vivos, hoy aguarda en el vientre de una máquina a que se la consulte a ojo de pájaro, para que no se diga que le escasea a uno esa entelequia tiesa que los antiguos llaman memoria histórica.

Este artículo fue publicado en Milenio el 04 de agosto de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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