Supe hace algunos años que el dolor ocular me lo heredó mi madre. Contemplaba el menú de un restaurante cuando media docena de inconsistencias graves llamaron mi atención. Le pregunté al mesero por los responsables y un minuto después tenía ya a la dueña del local pidiéndome disculpas abochornadas por el escandaloso despropósito. Era el colmo, sin duda, que en un menú adornado por citas literarias menudearan las faltas de ortografía. Y como éstas pecaban de garrafales, no escatimó ella el pasmo ni la elocuencia. Son de esas faltas, dijo, meneando la sesera, “que hacen doler los ojos”.
No todo el mundo, claro, se duele de lo mismo. Hay quienes hoy en día alzan su voz airada e insurrecta contra “la tiranía de la ortografía”. Nos dicen, y de facto nos gritan, que su mera exigencia es discriminatoria y apunta a perpetuar el poder de las élites más acomodadas. Pero si eso se piensa de la ortografía, ¿qué decir, por ejemplo, del yugo socarrón de la prosodia, o el despotismo cruel de la sintaxis? Y ya que estamos auditando tiranos, a ver ya quién defiende la opresión cotidiana de la gramática, o el temprano esclavismo de la caligrafía y esos endemoniados ejercicios que tantas falanginas nos acalambraron.
El problema de andar por esta vida quitando la careta a los tiranos es que encuentra uno más de los que buscaba. ¿No es claro, por ejemplo, que incluso la gramática y sus reglas sin fin palidecen delante de los números? De haberme preguntado, cuando niño, cuál de todos mis textos escolares ameritaba ir a dar a la hoguera, no habría titubeado en apuntar un índice flamígero hacia el odiado libro de aritmética. ¿Y no acaso es verdad que la infancia habría sido menos sacrificada sin aquellos exámenes tortuosos, aplicados contra nuestra voluntad, supuestamente por nuestro bien? ¿Era del todo broma esa utopía por tantos escuincles compartida, quien esto escribe entre ellos, consistente en cerrar para siempre el colegio?
Afortunadamente para el género humano, la opinión de las crías en torno a la coyunda de la educación no suele pesar más que el celo de sus padres al urgente respecto. Tan solo imaginemos a un grupo de ingenieros en pie de guerra contra la dictadura de la física. ¿Quién diablos se ha creído la gravedad terrestre para imponernos su aceleración? ¿Y si los sublevados fueran médicos, hartos de soportar el vasallaje impuesto por la asepsia? ¿Alguien se ha preguntado, por ejemplo, cómo es que a estas alturas sobrevive la plutocracia del control de calidad?
Librarme de burricies ortográficas le tomó a mi mamá un par de meses de hacerme transcribir noticias del periódico, corregir los errores y escribir 20 veces las palabras correctas. Desde entonces, contraje el dolor de ojos eventual que algunos redentores de banqueta denuncian como síntoma de clasismo y causal de exclusión. Y ya que hemos seguido la ruta de esa lógica incendiaria, vale decir que bajo sus preceptos todo conocimiento sistemático, y de hecho toda forma de ilustración, es presa natural de idéntico anatema. Si ha de haber un estándar, mejor que sea el más bajo, no vayan a acusarnos de esbirros arrogantes. Hay que ver, eso sí, la tiranía feroz que aguarda a esos incautos que entienden la ignorancia como emancipación.
Sorprendió, en su momento, que Gabriel García Márquez menospreciara públicamente la relevancia de la ortografía, aunque más sorprendente habría sido que llegara muy lejos en su carrera escribiendo “hojarasca” sin hache. Vamos, se entiende igual, pero invita a la burla, o al codazo discreto, o al menosprecio amable, que es todavía peor. No se espera, por cierto —y hacerlo así sería una ruindad—, que quien apenas pudo aprender a escribir lo haga floridamente y sin errores, pero es seguro que por esa razón querrá para sus hijos mejor educación. Nadie, como quien paga los costos astronómicos de la ignorancia, está al tanto de las limitaciones a que ésta le somete cada día. ¿Sería tal vez mejor este mundo sin libros ni comunicaciones ni vacunas? Si no recuerdo mal, algo así proponían los gerifaltes del Estado Islámico, donde casi todo indicio de cultura contaba como mal antecedente.
No es para emanciparse, sino para rendirse, que aplica uno la ley del menor esfuerzo. Pues si la ortografía es una tirana, y como tal merece desaparecer, no mejor suerte deberían correr los clásicos en música y literatura, cuyo goce es asunto de tan pocos, por no hablar del inane quehacer de los filósofos y el ocio díscolo de los artistas plásticos. ¿Suena esto a libertad, progreso, autogestión… o remite quizás a la oscura caverna primigenia, donde bastaba un golpe o un rugido para poner los puntos sobre las íes? Hasta donde se sabe, no hay tirana más grande que la ignorancia. Pobre de quien rebuzne en su defensa.
Este artículo fue publicado en Milenio el 28 de julio de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.