Para algunos, mirar hacia el pasado es protegerse un poco del futuro. La gente se enamora del ayer con la comodidad —romántica, presumen— de que pueden torcerlo, moldearlo e incluso reinventarlo de acuerdo a la añoranza que lo reclama, como los corazones desempleados suspiran por amores ya caducos que a la distancia han ido ganando fotogenia. Se da por hecho, a media frustración existencial, que en tiempos de la abuela vivir era más fácil y barato, o se habla de la infancia como aquel tiempo idílico en el que “nada nos preocupaba”, según quiere el olvido acomodaticio.
Ni madres, digo yo. La infancia suele estar llena no solamente de preocupaciones, sino asimismo miedos, vergüenzas, humillaciones y sufrimientos que hay que fumarse solo, desde un candor forzado y a menudo angustiante. Y si he de hablar de abuelas, la mía enviudó a los 23 años y hubo de trabajar toda su vida en oficinas públicas donde ser mujer no era precisamente una ventaja. Fue ella quien me contó de los cadáveres que, muy niña, vio regados de paso por la Ciudadela, tras la Decena Trágica, de modo que mal puedo idealizar unos tiempos que no por más remotos me parecen menos espeluznantes. Vamos, no encuentro el mínimo interés en habitar un mundo sin penicilina ni derechos civiles, entre tantos haberes indispensables que hoy encontramos parte del paisaje. Si el progreso da miedo, más debería causarlo el retroceso.
Seguramente somos multitud quienes jamás olvidaremos el terror de asistir, cuando niños, a la primera parte de El planeta de los simios. La mera idea de ser tiranizados como especie por un ejército de gorilas a caballo no menos arbitrarios, canallas, matones y esclavistas que la humanidad misma, semejaba una suerte de infierno bien ganado: la vuelta a la barbarie de la que nunca merecimos salir. ¿No es al fin preferible morir en el transcurso de una misión a Júpiter que dentro de una jaula infectada de tifus?
El problema de los conservadores es que la mercancía se les pudre en bodega. Atesoran ideas y proyectos hoy decrépitos y en su momento ya deficitarios, aunque igual susceptibles de ser reciclados para su venta pronta a los incautos. ¿Pero quién, que razone con el corazón o el estómago, alcanzará a echar mano de cautela alguna? Igual que el fayuquero se vale del ansioso candor de su clientela para venderles aparatos descontinuados, quiere el conservador que sus seguidores pasen por alto el mal estado de su mercancía, presas de un entusiasmo tan fantasioso como calenturiento.
Sabemos lo que pasa cada vez que intentamos revivir el pasado. Pretende uno al principio que todo sigue igual, pero en un chico rato se mira haciendo esfuerzos mal disimulados por ocultar lo absurdo de la empresa y eludir la evidencia del ridículo. Y sin embargo algunos se lo creen, y entonces nos abruman con esa cantaleta del anteayer idílico. Basta con que el presente nos parezca poco o nada satisfactorio (y en tanto ello, ominoso el porvenir) para entrar en la mira del conservadurismo y sus merolicos. ¿Quién, que se sienta solo y melancólico, no sería propenso al entusiasmo súbito y estúpido si escuchara noticias de su primer amor, aun si éste no fue correspondido y cupo únicamente en su cabeza?
No digo que sea éste el mejor de los tiempos, sino que no es posible revertirlo, y de hecho es la peor idea concebible. A mí también me gustaría regresar a los días de la preparatoria, pero si lo intentara terminaría sintiéndome, y de hecho sabiéndome, un imbécil redondo y además obsoleto. Tras un año de infamias, engaños, amenazas, despropósitos y estupideces inconmensurables, todo este disparate del make America great again no ha pasado de ser una pobre parodia de sí mismo. Una caricatura grotesca y desastrosa, distante pero no muy diferente de la hecatombe maduro-chavista. Guardando proporciones, he ahí dos instructivos ilustrados de cómo hacer mierda un país entero. No es que lo hayan logrado, todavía, pero traen una prisa escalofriante.
Supongo que es normal que los prejuicios rancios y agusanados empiecen por podrir la convivencia de los espacios en los cuales florecen, alimentados por la cobardía, el conformismo o la gandulería circundantes. Ya sea porque el conservador es un gran radical, o porque el radical es muy conservador, sólo puede uno ser cómplice o enemigo. Su guerra es de trincheras, igual que en el pasado del que tanto se acuerdan, y ese es otro de sus grandes orgullos. Playa Girón, Pearl Harbor, Gettysburg, El Álamo: ahí se paró el reloj de sus ardores y desde entonces echa fuego sin tregua, a juzgar por la furia del merolico a la hora de vender su mercancía apestosa. ¿Qué esperan los excluidos del futuro para seguirlo de aquí a las cavernas?
Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de enero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.