Hay palabras que no se dejan traducir, y sin embargo son indispensables. La voz inglesa bigot, por ejemplo, es comúnmente empleada para referirse a, dice el diccionario, personas tercas, intolerantes y devotas de sus prejuicios, especialmente aquellas que tratan o se refieren con tirria o desprecio a colectividades humanas específicas. Una palabra fuerte, que usada a la ligera puede apuntar de vuelta hacia quien la profiere, y aun así parece que abundan los ejemplos.
En términos sociales, cabría el eufemismo de especial. Basta con que nos digan que cierto licenciado es “muy especial” para darnos la idea del barbaján cerrado y engreído cuya majadería displicente nos hará padecer lo indecible, si es que no conseguimos ajustarnos a sus expectativas quisquillosas. Nadie nos ha anunciado que el fulano en cuestión es engreído, palurdo, prejuicioso, intolerante, segregador o todo al mismo tiempo, mas la sola reserva con que nos advirtieron basta para entender que el licenciado aquél tiene muy pocas pulgas y hay que andarse con tiento en su presencia.
El bigot, a todo esto, no se interesa en conocer el tacto. ¿Por qué iba a preocuparle lo que pueda pensarse de su vocinglería, si en todo cuanto diga le sobrará razón? ¿Cómo, si no, estaría tan enojado? Uno de sus aspectos más, digamos, especiales, tiene que ver con la necesidad —orgánica, en su caso— de regañar al mundo a toda hora, si éste no le obedece a cada instante. Ahora bien, hay de bigots a bigots. Unos, la mayoría, son perdedores brutos y acomplejados en búsqueda perpetua de chivos expiatorios, otros son sus ejemplos a seguir. Patanes y paletos como ellos, pero igual lo bastante afortunados para abusar del prójimo sin límites ni costos, pues de cualquier manera nada les satisface que no sean sus propias monomanías.
Se comprende que el término bigot recobrara vigencia de un tiempo para acá, con uno de ellos en la Casa Blanca. Puede uno imaginar a los apparatchiks del presidente Trump poniendo al tanto a cada visitante sobre cuán especial es su patrón y las inconveniencias de interrumpirlo. Han de escuchar, por tanto, retahílas de mentiras, banalidades, bajezas e idioteces sin atreverse a levantar una ceja, pues el señor carece de paciencia, se vende como genio y no está acostumbrado a solapar más inconformidades que las propias. Nadie hay en el planeta más especial que él: es el campeón mundial de los patanes.
Incomoda y preocupa encontrar coincidencias con un bigot. Quisiera uno probarse que es diferente en todo al sujeto insufrible, pero eso sería tanto como abrirle las puertas al contagio. Los grandes enemigos del fanático —criatura polar, naturalmente— no son por fuerza librepensadores, sino frecuentemente otros fanáticos de signo en apariencia diferente, igual de prejuiciosos e ignorantes y con la misma prisa por imponer su ley a cualquier precio. Tanto se odian que en el fondo se entienden, y eso nos deja fuera de su juego.
El bigot necesita de nuestra impaciencia, por eso nos provoca de todas las maneras a su alcance. Para nada le sirve tu buen juicio, si él lo pierde a propósito cada cinco minutos. Como tantos acomplejados afines, necesita sentirse no sólo respetado, sino encima admirado y envidiado. No soporta la idea de que podamos ver a ese infeliz sin sombra que tanto teme ser. Tiene que cacarear a como dé lugar méritos y certezas, consejos y ocurrencias, logros y vaticinios, sospechas y condenas, sin el menor pudor porque no encuentra raro ni fuera de lugar ser él mismo quien juzgue y recompense su propio desempeño y jamás admitir una equivocación. Acostumbran los bigotsdárselas de honrados y uno podría creerles si supieran decir “perdón, me equivoqué”.
Toda arrogancia esconde una carencia. El orgullo del bigot suele ser convenientemente abstracto para dejar pasar toda clase de mitos, fantasías y calumnias al equipaje de sus certidumbres. Esas iniquidades que en el bando contrario le parecen sonoramente inaceptables, de su lado se cargan de razones y proliferan sin la menor vergüenza. Los bigots son los otros, ya se entiende, y en su contra se vale cualquier cosa, empezando por darse idénticas licencias.
Para hacerse creíble y eficaz, la altanería del perfecto ignorante necesita de un toque de cinismo, que con cierta frecuencia corre a cargo la vulgaridad adinerada. Un bigot con dinero puede pagarse el lujo del menosprecio, toda vez que el desprecio es patrimonio de los resentidos. Nunca será lo mismo el desdén elegante del pudiente que el odio visceral del fracasado, pues el primero al menos exhibe su fortuna como supuesta prueba de su astucia y hasta hace bromas crueles al respecto. ¿Se espera acaso de él que sea piadoso? ¿Que se ponga una vez en el pellejo ajeno? No, señor, esperamos que el bigotse nos vaya a la mierda, con todo respeto. Dicho sea de paso, where he belongs.
Este artículo fue publicado en Milenio el 13 de enero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.