Pasen a ver a «La Leona»

Hay clamores que no se pueden ignorar y vergüenzas que escuece compartir. Sucede todo el tiempo con el género guango de las telenovelas, pesa más el mal gusto que el buen juicio. Por eso digo que resistí mientras pude el impulso malsano de asomarme a la intimidad estrepitosa de la nunca apacible Lupita D’Alessio, a la vista de todos merced a un culebrón archifamoso —difundido hace poco en cadena nacional y disponible aún en ciertas plataformas— que lleva el promisorio título de Hoy voy a cambiar.

Como a tantos celosos de su sacro derecho a la vida privada, me incomoda al extremo de pararme los pelos la idea extravagante de confesar mis más escabrosos tropiezos ante una multitud incalculable de gente tan morbosa y juzgona como yo. Y tampoco es que sea un triunfo del confort asistir a distancia —pasmado, espeluznado, risueño de los nervios— a la exhibición de sordidez extrema de una historia de horror en clave kitsch cuya protagonista habla a la cámara, de rato en rato, para así comentar y constatar el guion.

No sé cómo llamar a este torcido gusto por el repelús, básteme con decir que no estoy orgulloso. Pues si como decían mis mayores, no es decente desear para los otros lo que no quisiera uno en su pellejo, esto de verme al tanto de los momentos más embarazosos de una cantante a quien nunca escuché con interés, sino justo al contrario, me sonroja delante del espejo. Es como si recién hubiera uno esculcado en su bolso de mano. ¿Quién dijo que el bochorno es intransferible?

No es una gran historia, en realidad, amén de que a muy pocos les resultaría nueva. Cierto, no todo el mundo conocía en detalle, secuencia y cantidad los variados affaires que en su momento hicieron las delicias de la llamada prensa del corazón, aunque muchos estábamos, así no lo quisiéramos, más o menos al tanto de las desmesuras seriales de una cantante cuya vida privada fue siempre asunto público, cuando no incluso estrategia de marketing. Lo atractivo y al cabo tentador es el extreme close-up en los detalles menos presentables, una suerte de amarillismo rosa que invita al respetable a solazarse, como en los viejos circos, a costillas de la mujer barbuda.

Si esto fuera una pieza de ficción —y lo será, sin duda, en alguna medida— latiría cuando menos la gran interrogante en torno al desenlace, inclusive en un género de por sí predecible, pero el final está delante de nosotros: repuesta, encanecida, diríase beatífica, la mujer nos conduce por su vida pasada como lo haría San Pablo tras ganarse la fama de jinete imperfecto.

Nunca, que yo recuerde, una telenovela incluyó semejante catálogo de excesos ilustrados, y menos todavía en horario estelar. Pericazos ufanos, golpizas en familia, orgías recurrentes y banquetes de porno emocional son la genuina carne de un argumento que se ofrece como acto de contrición. Cada tanto, a propósito, resplandece la pista que explica y legitima la confesión entera: al final del calvario, la heroína tendrá que ver la luz. Si nunca antes pensó en abrir un libro (tal vez porque su vida tempestuosa jamás le dio una tregua reflexiva), la espera allá una Biblia, cargada de respuestas.

Dudo sinceramente que el atajo que lleva de la drogadicción al fanatismo suponga algún ascenso cualitativo, pero encuentro curioso que los estragos propios del éxito notorio y desmedido (origen evidente del monstruo protagónico que lo soporta todo menos la indiferencia) resulten opacados por los kilos de caspa de Satanás que circulan sin diques por las vías respiratorias de la diva. Porque si beatitud mata adicción, ¿cuál sería el antídoto del narcisismo?

Lo peor de andar metiendo la nariz en lo profundo de las vidas ajenas no es que sea inmoral, sino que es causa de hábito compulsivo. Abundan hoy en día los fisgones que, lejos de avergonzarse, reclaman el derecho —sobra decir: absurdo, inaceptable— de enterarse de todo cuanto hacemos, decimos y pensamos. Pueblerinos del mundo, fariseos de quiosco, sueñan con esa casa de cristal donde el secreto es crimen y la vida privada alevosía. Según ellos, no tienen nada que ocultar y tal tendría que ser un motivo de orgullo.

Dice Balzac que “cuando el despotismo está en las leyes, la libertad se halla en las costumbres, y viceversa.” Y es a esta viceversa que le temo. Las adicciones de La Leona D’Alessio parecen desde aquí cosa pequeña, comparada con el vicio tiránico de hurgar en los secretos de los otros —y asimismo juzgar sus hechos y sus dichos— cual si fuesen los propios, y de hecho apropiándoselos. ¿Y no es por cierto el acto de entregarse al abuso colectivo una incitación clara a consumarlo? Desde niño aborrezco los confesionarios, pero me acuso igual de haber visto a La Leona y tocado sin pausa su melena, como un morboso más a las puertas del circo. De penitencia, al cabo, me queda la vergüenza: ese escrúpulo rancio, hoy en franco desuso.

Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de octubre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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