Piensa mal y acertarás, reza el vetusto lema del suspicaz de oficio. Suele soltarlo con un dejo de orgullo desencantado, como dando a entender que ha estado varias veces donde tú, y como tú esperó lo mejor de los otros con el mismo candor que hoy te hace merecer sus risotadas. Orgulloso del ojo policial que a su juicio acredita perspicacia, nuestro amigo el incrédulo demanda, mira tú, la credulidad plena de sus oyentes. Su mala fe burlona y terminante ha elevado el recelo a religión, de modo que quien no descrea con él tiene dos sambenitos a escoger: pícaro o bobo.
Huelga decir que allí donde la fe es precisa, la presencia de un suspicaz de oficio hace las veces de piedra en el hígado. Es el que está de vuelta cuando uno apenas va. Nada le es más sencillo que mirarse saqueado, engañado, burlado, y entonces proclamarlo como verdad mayúscula, pues para ello le basta con un mínimo indicio y el resto será obra de su agudeza. De poco servirá invitarle a ver una buena película o el partido final del campeonato, si en uno y otro evento hallará la ocasión para alumbrar una estafa presunta, o sea segura. Seremos unos crédulos sin seso si todavía insistimos en pasarla bien, a pesar de esas negras elucubraciones que, según juzga evidente, dan brillo a su cerumen a costillas del nuestro.
Pero si en la alegría es peso muerto, hay que ver el estorbo que supone tener que combatir en la tristeza —y aún peor, en la tragedia— el fuego amigo del perpetuo malpensado. Contra lo que quisieran los fanáticos —díscolos que se ignoran—, la buena fe es un acto de generosidad. No es que seamos ingenuos ni gaznápiros por creer en las nobles intenciones de quien no conocemos, sino que decidimos apostar por ellas. Cierto es que en el pasado hemos perdido, pero también ganado, yo diría que las más de las veces, pues por más que se ría el suspicaz de oficio no me siento cautivo de un país habitado, regido y sojuzgado por maleantes, ni encuentro inteligente pensar y hacer pensar siempre lo peor de quienes no conozco: una postura a tal extremo cómoda que en un descuido peca de cobarde, pues quien jamás apuesta ya ha apostado a perder y encima lo celebra.
La creencia automática de que todos los políticos —o los burócratas, o los policías, o los del otro equipo— son por fuerza corruptos e indignos de confianza no es más afortunada (aunque tal vez resulte algo menos mezquina) que la que da por santa a la ciudadanía. Ese dogma barato de que el pueblo no roba supone un menosprecio redentor equivalente al de quien ve en los mexicanos no más que violadores y traficantes. Una actitud de suyo peligrosa y estúpida, por cuanto tiene de ligera y ufana, cuyos alcances se hacen alarmantes en tiempos de emergencia humanitaria.
Nadie puede evitar que la desgracia llame a la rapiña, pero es aún preferible equivocarse en la confianza que en la calumnia. Son muchas y diversas las formas de ejercer rapiña, ruindad y mezquindad en el río revuelto de un enorme desastre, no todas pasan por comer carroña ni se arriesgan al público escarmiento. Irremediablemente, abunda el cacareo de quienes aprovechan la tragedia para posicionarse como caritativos y llevar agua fresca a su molino. Ni modo, no es delito, pese a ser un desplante tan notorio que delata su entraña fraudulenta. ¿Pero igual yo qué sé de lo que pasa o no dentro de la conciencia de un extraño? ¿Me ayudaría saber dónde trabaja, por quién vota o de quién es amigo? Cierto, es un mal momento para ser miserable, pero hacerla de juez a partir de prejuicios no parece mejor.
En los días que siguen a un evento siniestro y multitudinario, lo más lógico es que cada cual intente hacer un corte de caja. No espero, por supuesto, que quienes se disputan mi aprecio ciudadano sean ciegos a la oportunidad de quedar bien conmigo en estos días. Ya sea porque quieren mi dinero, mi voto o mi buena voluntad, su papel es hacer bien el trabajo. De nada, pues, me sirve la alharaca insidiosa del suspicaz de oficio, para quien no hace falta prueba alguna en el empeño pronto de condenar al otro por su pura otredad.
Nunca dije que todos fueran generosos, ni me creo que sean todos zopilotes. Unos y otros trabajan para mí, ya sea en el gobierno o en la oposición, y muy caros me salen para darlos de entrada por perdidos. Menos aún ahora, cuando más necesarios resultan sus esfuerzos y hay tantos ojos puestos en su desempeño. Si, víctimas al fin, nos queda bien la aureola, mejor aún haría algo de buena fe. Lo dice la canción, no son tiempos de mentes suspicaces.
Este artículo fue publicado en Milenio el 30 de septiembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.