Yo también, por supuesto, quiero un iPhone X. Lo sé desde mucho antes de imaginar cómo era, qué ventajas tendría o cuál sería su nombre. Me da igual, además, si por causa de su modernidad desenfrenada mis accesorios se hacen obsoletos. Funda, cables, cardán, audífonos, amplificador: el más viejo tendrá cuatro, cinco años, y eso allá en Palo Alto es una eternidad. ¿Me han lavado el cerebro? Puede ser. ¿Cómo, si no, al mediodía de la fecha señalada para el gran lanzamiento vengo volando por el Periférico, echando chispas porque llegaré tarde?
Ya sé que puedo verlo diferido, mas para entonces mi vetusto iPhone 6 rebosará noticias al respecto y el evento será no más que una efeméride. Llego a la casa y corro a encender el iPad, tal parece que no me he perdido de mucho. Antes hacía esfuerzos por disimularlo, ahora no tengo empacho en aceptar que me comporto igual que en otros años, cuando los comerciales de juguetes eran aún mejores que las caricaturas en cuyas pausas solían sucederse.
Pasado el cuarto aplauso atronador en apenas un par de minutos, intento desmarcarme de la escena. “¿Ya viste cómo gozan todos esos paleros?”, le comento con sorna a mi mujer y ella me mira con un popurrí de ternura, paciencia y agudeza. “¿Paleros… ellos?”, juegan a sorprenderse sus cejas elocuentes y acto seguido nos gana la risa.
En términos estrictos, tendría que decir que el número del mago deja algo que desear. Falta esa sensación que en tiempos de Steve Jobs le hacía a uno creer que la Historia pasaba por delante, pero soy un cliente fanatizado y asumo que Tim Cook no dará por concluida la función sin extraer del fondo de la chistera un truco que me deje colgando la mandíbula.
Y ahí está el iPhone X, todo él pantalla, cámaras y detectores. El juguete del que uno espera tanto que nada ya en el fondo le sorprende, pues la anticipación ha hecho lo suyo y le toca mirarse en la piel de James Bond a la hora en que Q, el proveedor de gadgets de Su Majestad, le pone al mando de sus nuevos inventos.
Si no recuerdo mal, celebré con un brinco de victoria la llegada de mi primer e-mail. Veinte añitos más tarde, el bombardeo del correo electrónico sofoca mi conciencia igual que un capataz omnipresente. ¿Quién va a creerme luego que aún no los he leído, cuando aterrizan todos en mi teléfono y de inmediato saltan al reloj de pulso? Es curioso que tanto le entusiasmen a uno los juguetes que habrán de esclavizarle, pero ahí no acaba todo.
Ir y venir con una prótesis informática supone dar por buenas las intenciones de quienes han tenido acceso a ella. Toda una multitud, contando nada más que a los programadores de las aplicaciones. Abrirse paso entre la información que almacena un teléfono inteligentees lo más parecido a leer la mente ajena. En un sentido, se diría que nadie me conoce mejor, mas para mí el cacharro sigue siendo un misterio. No sé si es tan seguro como parece, ni cuáles puedan ser sus puntos débiles, ni comprendo un demonio de su funcionamiento. Me queda solamente dar por bueno lo que digan Tim Cook y sus druidas, tan ovacionados.
El nuevo iPhone X, nos dicen sus parteros, reconoce el semblante de su dueño con sólo dirigirle una mirada. Según las estadísticas de Apple, la probabilidad de error del escaneo facial es una en un millón. Veinte veces menor que la tecnología dactilar que le antecede. Más allá del conflicto existencial que es traer un cerebro incomparablemente más ágil y funcional que el mío metido en el bolsillo, me da por preguntarme qué no hará un criminal con todo ese poder en el menú.
No logro imaginar a los jerarcas de Apple en el plan de villanos de James Bond, pero soy mexicano y entiendo que al invento del cinturón de castidad le siguieran las llaves al minuto. ¿Cuántos años, puede que sean meses, tardarán los avances del iPhone X en hacerse moneda corriente, y así cualquier bandido disponga de ellos para hacer lo suyo? Me pongo en el lugar de un terrorista, un déspota o un narcotraficante y entonces sí que estoy en la juguetería.
Es bonito pensar en Cupertino como en una película de ciencia ficción, aun sabiendo que el género tiende a cruzar sus vías con el cine de horror. Hace unos pocos años, aún repelaba por tener que jubilar un teléfono que no había acabado de estrenar. Entre tantas consultas compulsivas —serán cientos por día, no me atrevo a contarlas— dos años pasan como un estornudo. Por eso, en mi película de horror, un día es el teléfono quien me jubila a mí, por cuenta de Tim Cook y sus corifeos. ¿Serían tan amables de parar de aplaudir?
Este artículo fue publicado en Milenio el 16 de septiembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.