Nunca entendí que Donald, el tan famoso pato, fuera un pobre diablo. O en fin, que el tío Rico fuera tan avaro. Aún si Hugo, Paco y Luis, sobrinos del sobrino, se jugaban la vida por cuidar su caudal, el viejo miserable —acostumbrado a chapotear en una alberca llena de dinero, entre otras excentricidades que acusaban en él a un nuevo rico— no compartía un centavo con ellos. ¿Pero qué habría ocurrido de heredarlos en vida? La catástrofe, claro. Pues si Rico McPato ya tenía mal gusto, imaginemos a sus herederos derrochando blin blin como unos barbajanes. Un ejercicio casi tan ruinoso como el de figurarse al tío farolón electo Presidente de Patolandia.
Difícilmente nos pasa de noche la metamorfosis que sufre un nuevo rico. De un día para otro cambian todos sus códigos, ya puede ser el que soñaba ser, pero no sabe por dónde empezar. Necesita gritarnos su fortuna y al propio tiempo teme por ella. No quiere regresar a ser quien era ni sabe cómo tiene ahora que ser. Se le nota impostado, titubeante, soberbio, pero igual a sus anchas porque ya descubrió que todo eso se arregla abriendo la cartera. Y si esto ya parece demasiado, no estaría de más asomarse a la vida del recién poderoso.
Creen algunos, a veces la mayoría, que quien nunca antes disfrutó de un poder desmesurado, ni quizás lo deseó, ni imaginó, es menos vulnerable a su capacidad de corrupción. En el peor de los casos, calculan con candor, tardará un poco más en echarse a perder. Pero si un dineral nos cambia en cuestión de horas, ¿cuántos minutos le llevará a un novato embriagarse de mando y señorío? ¿Quién nos dice que el cambio intempestivo le trastornará menos que a un profesional de la política? Miren a Donald Trump: tenía la vida entera de ser un nuevo rico prototípico y ahora que es mandatario pide a gritos un cuarto acolchonado. Como las pataletas de un niño consentido, sus retos y bravatas carecen de estructura o derrotero, pero igual desconciertan y extorsionan a los desprevenidos, que en realidad son cada día menos. Pero eso él no lo ve porque la realidad, según la entiende, gira en torno a su ombligo o es que nunca existió.
Como los nuevos ricos, el recién poderoso siente la comezón de probar sus alcances delante de quienquiera que le mire. Si profiere dislates e incongruencias, espera que sus fieles achichincles encuentren ahí las huellas de una filosofía y se peleen por legitimarlas (trabajan de cobayas y lo aguantan con tal de paladear un poco de la miel que les marea). Si otros deben probar sus aserciones, él prueba sus poderes declarando que es verde lo que a todos nos consta que es morado. Espera el despotismo que neguemos tras él las verdades más obvias y demos así prueba de lealtad, que es como se refiere a la abyección. Más que de mentirosos y calumniadores, la de Trump es una corte de abyectos. Han de hacer ver idóneo lo indecente y patriótico lo inconstitucional, sólo para después ser desmentidos por el mismo bribón al que justificaban. Cuando menos lo piensan, ya tienen puesto el gorro de bufón y les toca agitar sus cascabeles.
Con alguna frecuencia descubrimos que aquellos candidatos que se precian de ser ajenos al sistema se empeñan en probarlo con gestos bravucones y amenazas jurídicas. Si llegan al poder, prometen, indignados, ¡ay de los poderosos! Porque ellos son distintos y van a hacer la patria otra vez grande. ¿Cómo es que tanta gente puede pasar por alto, a la hora de votar, el peligro evidente de embriagar de poder a un bravucón, para colmo narciso y megalómano? ¿Qué más le iba a pasar, si no perder la poca razón que le quedara?
En las manos de Trump, Twitter es la escopeta del niño consentido. No es que se haya propuesto matar pájaros, pero encuentra un placer cuasi sexual en mirarlos caer por su puro capricho. Juega a ser la deidad impredecible que asesina o perdona según vayan o vengan sus divinos humores. Amenazas, calumnias, insidias, ocurrencias, despidos, balbuceos, insultos y chantajes son moneda corriente en la cuenta de Twitter del inquilino de la Casa Blanca, y uno se va habituando a tanto disparate igual que los vecinos del escuincle intratable. Ni modo de matarlo, se dirán.
Lo que celebra el niño consentido no es hacerse con el juguete ambicionado (que de aquí a diez minutos abandonará) sino ver confirmados sus poderes. Y si tras cincuenta años de edad adulta no deja Donald Trump de exhibir su talante de viejo nuevo rico, ¿cómo iba a renunciar a ser el niño mimado y majadero cuyos caprichos huecos dan la vuelta al globo con la pura presión del dedo índice? Ni modo de amarrarlo, me dirán, y seguiré pensando: ¿por qué no?
Este artículo fue publicado en Milenio el 9 de septiembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.