Suelen ser altaneros, tajantes, fatuos y desdeñosos, aunque siempre por cuenta de otro más encumbrado, ante el cual son maleables, aquiescentes, rastreros y oficiosos. Pocos papeles hay tan tristes como el del achichintle, y no obstante se dicen orgullosos porque nadie es más fiel, ni más sacrificado, ni más celoso de su devoción. De este convencimiento les brota la ilusión de ser irremplazables, pero son demasiados para verla cumplida. En el fondo se saben desechables. Por eso su fiereza es pura angustia y su arrogancia mero autodesprecio.
Sycophants, se les llama en lengua inglesa; es decir lambiscones, barberos, lamesuelas. Sicofantes también, ya en español; o sea calumniadores, impostores, farsantes. ¿Pues no al fin una cosa lleva a la otra? Pobre del achichintle que pretenda eludir la conchabanza y a la postre salvarse de pagar todo el pato, cuando su mera chamba consiste en ser tapete de su dueño y mantenerle libre de toda suciedad.
Pensemos en Sean Spicer, el arrogante, estoico y ridículo portavoz de la Casa Blanca, que tras seis meses de sacar la cara por la conducta errática del barbaján en jefe, ha acabado rendido a la evidencia de que no hay achichintle indispensable. Lo hemos visto mentir ante las evidencias, insultar y humillar a sus cuestionadores y barrer con la prensa en el mejor estilo del pelagatos de la piel naranja, pero ni eso ha bastado para contentarlo. Y al contrario, ¿qué se habría creído ese chalán trajeado para hacerse notar por clonar las maneras de su dueño? Lo hiciera bien o mal, en todo caso, su destino sería la chamusquina. Ya se sabe que el jefe nunca se equivoca, y cuando así parezca tocará reemplazar al achichintle.
La idea es que sean varios y celosos, para que en vez de unirse y conspirar se hagan unos a otros la vida insoportable. Lo sabía Joseph Goebbels, santo patrón de tantos segundones carantoñeros resueltos a encajarle un cuchillo a quien sea por ganarse el favor del mandamás. Compiten por ser peores, sumar menos escrúpulos, salpicarse primero y más que nadie, como aquel aspirante a pandillero que ha de dar ciertas pruebas de bravura. Buscan los achichintles distinguirse: en eso son iguales y tal es su tragedia.
Los hay muy especiales, como sería el caso de un puñado selecto de familiares, quienes naturalmente no se ven a sí mismos como achichintles sino como herederos y patrones. Pero de nadie tanto como de ellos se espera la lealtad indeclinable, la opinión accesoria, la obediencia absoluta, la delación puntual y la crueldad vicaria, entre otros atributos lacayunos que el gerifalte entiende como deuda moral de aquellos consanguíneos a quienes ha brindado algo de su confianza. ¿Qué otra cosa sería, por ejemplo, ese bobo atorrante de Donny Trump, decidido a llenar los zapatos de un padre vergonzoso de por sí, que para colmo se avergüenza de él? ¿Hay acaso un mortal que a los altivos ojos del capo inmobiliario no tenga la madera de achichintle? ¿Qué son la hija y el yerno sino incondicionales a las órdenes de su vanidad?
Los grandes argumentos de los aduladores a sueldo rara vez pasan de patrañas corrientes, mas sus destinatarios no pueden advertirlo porque su ego glotón los tiene vacunados contra la inteligencia elemental. Por más que los presentes compartamos sorpresa y sobresalto ante las desmesuras que escuchamos, el idiota adulado las tiene por justas y necesarias. Entiende el adulón que no sería nadie sin la fama neumática de su protector, en cuyo nombre habla con un risible aire de pertenencia y al cual defenderá antes y por encima de sus intereses. ¿Pues qué otro interés tiene, sino el de quedar bien con quien le da sentido a su existencia?
Uno sabe que tiene enfrente a un achichintle cuando le oye soltar sandeces subalternas para justificar lo injustificable. Hay algo de robótico en la ufanía de los chupamedias, un énfasis de plástico o cartón que usurpa el sitio de las convicciones y delata a su patrocinador. Son en función del otro, nunca más allá de él, ni antes, ni a su lado. Aun los encumbrados —y sobre todo ellos, que lo apostaron todo a la mentira— habrán de dar la cara como los hombrecillos que han elegido ser, de manera que de ellos, marionetas sin voz ni estampa propia, sólo recordaremos la borrosa abyección del imitamonos.
Cierto es que hay achichintles que cualquier día despiertan mandamases, pero cuesta creer que un Mike Pence presidente fuese más verosímil que Nicolás Maduro, ese otro segundón irremediable condenado al humor involuntario. Tantas veces los vimos de lacayos impúdicos, solapando la infamia y balbuceando calumnias en serie, que muy difícilmente otorgaremos crédito a sus pretensiones. Serán, aun en la cumbre, la sombra de aquel jefe inconquistable que los hizo achichintles para siempre, y amén.
Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de julio de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.