Entre la admiración y la idolatría se interpone un océano de babas. Para admirar hace falta mirar; luego entonces juzgar, apreciar, argumentar y otras actividades de por sí agotadoras para quien tiene prisa por hacerse oír. Idolatrar, en cambio, es tan sencillo como prescindir totalmente del raciocinio y dejar que las babas escurran sin complejos. Puede uno comprender que se idolatre a estrellas anodinas y famas pasajeras —casi todos todos lo hicimos, en su tiempo—, pero extraña y asusta cuando esos héroes son la peor escoria concebible y a sus simpatizantes les sobran las coartadas estrambóticas para beatificarlos ante el mundo.
Asesinos, plagiarios, verdugos, genocidas, tiranuelos, sociópatas, hay lugar para todos en el nicho babeante del fervor por la infamia. Entre más despiadado sea el canalla, menos requerirán sus ardientes adeptos de razones concretas para glorificarle, y más estrepitosa será su gritería. Se les defiende así mediante el uso pródigo de eufemismos tramposos, de modo que el matón resulta justiciero, el crimen gesta heroica y las víctimas viles provocadores. Valdría preguntarse, nomás por provocar, si hay infamia más ruin que relativizar la infamia misma.
Hay que entender las cosas, se nos dice, pues el maleante al fin también es una víctima y ello le da motivos para enfrentarse al orden opresivo que un día le envileció (suenan violines tétricos, por cursis). De modo que el matón deja de ser matón cuando hay en su pasado rastros de aquella misma inequidad desesperada que otros, la mayoría, han padecido tanto o más que ellos sin por eso cortarle la cabeza a nadie. La culpa, cacarean, con sorda beatería, es de la sociedad, de las instituciones, del orden económico, del gobierno cacique o de Satanás mismo, menos del angelito facineroso que dejó tras de sí una marea de sangre y ya mira a la cámara con suficiencia de perdonavidas.
Sobra decir que, en caso de un día vérselas con el perverso objeto de su devoción y atreverse a negarle algún antojo, quienes hoy le comprenden y defienden pasarían en un tris a acrecentar la cuenta de sus perjudicados. ¿O será que el maleante que masacra a los suyos a traición por unos cuantos pesos lo pensaría dos veces para preñar de plomo a uno de esos idólatras distantes cuyo romanticismo tropical, eufemismos aparte, delata inconsecuencia y cobardía?
Puede uno comprender —e incluso suscribir, en el gaseoso nombre de la justicia poética— la elegía en favor del forajido —desperado, le llaman en los westerns— que se enfrenta a la Ley por los sesgos curiosos del destino y tal vez prevalece, por osado y valiente, mas nunca al carnicero que mantiene una nómina de sicarios y aun pretende el respeto de quienes hace tiempo salimos de la lista de sus semejantes. No entiendo, francamente, la utilidad social de otorgar voz y fama a una bestia salvaje que da el peor de los nombres a las bestias salvajes.
Sabemos lo que pasa con estos carcinomas del tejido social: sonada cierta hora, es preciso enfrentarlos y extirparlos, por más que se hayan hecho entrañables, y de hecho justamente por eso. Verdad es, por lo tanto, que el citado tejido está contaminado por otros personajes de respeto y fortuna a los que nunca nadie mira feo, ni siquiera con miedo. Gente tan responsable como los asesinos y sin embargo inmune, prestigiosa, impoluta. Razón de más, nos dicen los babeantes, para juzgarlos peores que maleantes y conceder a éstos indulgencia y razón. ¿Y por qué de una vez no vaciamos las cárceles, si en las calles ya abundan los malandros impunes? ¿Qué tal que ellos nos salen más honestos que los pinches políticos? (Suenan risas idiotas, por suicidas).
Se me enchina la piel sólo de imaginar un código penal basado en la justicia poética. Estaría, de seguro, tan lleno de excepciones ambiguas, agravantes gratuitos y atenuantes antojadizos que cabrían al fin todos los veredictos. ¿Cómo evitar, entonces, que culpa o inocencia dependieran ya sólo del presunto carisma de los acusados? ¿No es cierto que el dinero y el poder tienen la propiedad de hacernos carismáticos? Sin morderse la lengua, proponía Saint Just que en vez de castigar al asesino había que obligarle a vestirse de negro el resto de su vida. Un outfit, sin embargo, que nunca pareció incomodar mucho a los ufanos miembros de la SS. Pues ya entonces —y especialmente entonces— menudeaban idólatras babeantes prestos a hacer virtud del homicidio y de la infamia cosa relativa.
Sé que con estos párrafos cometo el estruendoso despropósito de criminalizar a los criminales, en lugar de ponerme en su pellejo y ver el lado humano del psicópata, pero encuentro que mucho ya se les encomia para encima de todo hacerlos carcajear. ¿Qué tal que en lugar de eso alguno se me enoja?
Este artículo fue publicado en Milenio el 8 de julio de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.