¿De qué viven los quemados?

Con alguna frecuencia, lo triste nos da risa. Basta con que nos digan que un conocido se ha dado un quemón —es decir, fue exhibido, o se exhibió contra su voluntad, en un trance de por sí bochornoso— para ir anticipando las crueles risotadas. En los años tempranos, la vergüenza parece un fantasma muy grande para lidiar con él, y no obstante a los otros les parece gracioso. Pues lo más divertido del ridículo es que, de ser posible, le ocurra a los demás, y así entre carcajadas uno se felicite de poder ver el fuego desde lejos. Tan sólo imaginarse en el pellejo del recién quemado produce un bienestar desternillante y tranquilizador, similar a los chistes en mitad del velorio.

No todos los quemados, sin embargo, corren la misma suerte. Pues la vergüenza, al fin, depende únicamente de su presa. Algunos con trabajos la conocen, y por cierto la niegan sin el menor empacho. Van por la vida de quemada en quemada, con la cachaza a manera de cápsula y una frescura a tal extremo rozagante que se diría que lo están disfrutando. Desde donde ellos miran, no hay por qué avergonzarse de sus peores ridículos, y todo lo contrario: esperan un aplauso. Saben que lo obtendrán, ¿o acaso alguien creyó que estaban solos? Hay millones de crédulos, cínicos y afines pobres diablos prestos a rendir culto a la desfachatez del autopropagandista.

“Alabanza en boca propia es vituperio”, decían los antiguos, cuando el asco espontáneo por cierto narcisismo fanfarrón aún formaba parte del sentido común. Vamos, si todavía encuentro delicioso escuchar a un cretino hablando maravillas de sí mismo y soltarle un codazo discreto a mi mujer, si es que ella no me lo ha dado primero. Es como si de pronto lo viéramos asarse delante de nosotros, y aun así seguirse pavoneando. ¿Es decir que está loco? Lo verdaderamente triste del asunto no es que el autopropagandista nos dé risa, sino que con frecuencia se salga con la suya. Sobran los trepadores que encuentran un estorbo en el pudor y admiran ciegamente a los desvergonzados. Para ellos, la alabanza en boca propia merece tanto crédito como la adulación y el servilismo: la moneda corriente del farsante.

Echemos un vistazo a la portada falsa de la revista Time que el palurdo de Washington hizo colgar sin rastro de vergüenza en varios de sus clubes y casinos. No es difícil hacerse con un recuerdo así, ya sea en una tienda para turistas o por medio de aplicaciones electrónicas que logran ese efecto con cualquier retrato. El trabajo es tener la frescura infinita de pretender hacerlo pasar por auténtico, y eso es lo que valoran sus admiradores. Se necesita mucha desvergüenza ya no digamos para afrontar las críticas a la hora de ser desenmascarado, sino para siquiera atreverse a encargar semejante encomienda a otro mortal. Vamos, que en su lugar me mataría de pena saberlo sólo yo, pero es verdad que abundan quienes también por ello creen que la desvergüenza es prueba de bravura.

Suele ser mentirosa la autopropaganda, de otro modo no haría la menor falta. Un prestigio que ha de ser inventado o sacado de la manga tiene menos de fasto que de estafa, aunque frecuentemente acaba funcionando. Basta con insistir, a pesar de un ridículo que muchos no verán y otros tantos se negarán a ver. Una vez que se cree en un mentiroso, nada es más relativo que el temita de la verosimilitud. Si ocurre que admiramos al fantoche, lo creemos talentoso y aspiramos a logros como los suyos, probablemente nos enorgulleceremos de aquello que debiera avergonzarnos.

No sabe uno qué hacer, cada vez que padece el asedio de un autopropagandista. Sabes que no te escucha, en todo caso, ni le importa lo que puedas decirle. No cree que valgas mucho, necesita causarte una impresión, poco importa si al precio de perderle el respeto. ¿Qué más le va a dar eso, si no tiene vergüenza? Lleva toda la vida prestando oídos sordos al estruendo chirriante que acompaña sus dichos fraudulentos. Es la clase de genio de rapiña que se adjudica los trabajos ajenos aun en presencia de sus creadores, y si algo sale mal sonreirá tan campante, o mirará a otra parte y lo olvidará todo en un pestañeo. Pues ni siquiera a la vergüenza misma rehúyen tanto los autopropagandistas como al tormento inútil de profundizar en asuntos para ellos improductivos.

Nadie tendría que llamarse a sorpresa por los excesos de un autopropagandista. Lo realmente espantoso es verse en minoría a la hora de advertirlos, y entonces maliciar que cualquier día de estos el quemado será uno, si no aplaude al rampante esperpento. Es decir, si no tira al drenaje la vergüenza: ese mueble engorroso del milenio pasado.

Este artículo fue publicado en Milenio el 1 de julio de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL. 

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