Admirado José,
Ésta no es la carta de un seguidor, sino a su modo la de un perseguido. Me explico: hay canciones que uno escoge para que lo acompañen, y hay otras que lo escogen a uno. Y ahí vienen otra vez, duendes perseverantes resueltos a colmar los pensamientos de quien ha pretendido —afán incompetente— conservarse impermeable a la tenacidad de la infección romántica. Otra vez alcanzado por el virus de siempre, no me queda mejor opción que acreditarlo.
Si no recuerdo mal, empezó todo por La nave del olvido. Era yo uno de aquellos escuincles retraídos que, dicen los mayores, acostumbran traer la música por dentro. Niños que, se supone, no entienden buena parte de lo que oyen, ni muy probablemente se interesan por pasiones que están más allá de su alcance; y sin embargo viven siempre alertas. Gente pequeña que conoce su papel, consistente en cuidar que los adultos asuman con candor su candidez y den sus pensamientos por inofensivos. Pero el amor, José, nunca es inofensivo, y todavía menos en la infancia, cuando se sabe motivo de risa entre quienes presumen de entenderlo.
Cierto es que era un asunto complicado, empezando por todas las palabras que uno captaba a medias, o malinterpretaba de raíz, incluso con la ayuda del diccionario. Pero ni falta hacía, si ya la pura voz del oficiante —trémula, emocionada, combativa, triunfante en la derrota— dejaba muy en claro la gravedad del caso. No tuve, pues, que indagar más allá del propio instinto para hacer uno a uno míos sus sobresaltos y concluir en secreto que El triste era yo.
¿Quién no se ha escofinado la garganta en el fallido empeño de seguirle el paso a aquella voz cantante que ha podido ayudarse a vivir? Me recuerdo jadeando, sudando en soledad, feliz desentonado, como quien consumó una hazaña deportiva, tras cantarla tres, cuatro, siete veces seguidas y preguntarme cómo hacía usted para no colapsar en el intento. Una canción así no se puede cantar desde la indiferencia o la comodidad; debió saber Roberto Cantoral que su composición exigía una entrega ya no sólo total, sino autodestructiva, y en mi opinión de niño sencillamente heroica.
Al paso de los años, uno estrena pudores innombrables e intenta sepultar al niño que recién dejó de ser. Es la hora de negar todo cuanto creyó y proclamarse adulto a rajatabla. También se estrenan héroes e imposturas, himnos y pretensiones, aprecios y desprecios a la altura del mundo a conquistar. Iba, pues, al colegio con bandera de punk y soltaba sonoras carcajadas si acaso algún osado se permitía siquiera tararear una de las canciones que en otros tiempos me convulsionaron.
¿“En otros tiempos”, dije? Paparruchas. Bien me cuidé, no obstante, de seguir entonándolas cuando nadie me oía, en parques solitarios o azoteas ignotas, cual si fuesen alguna enfermedad secreta capaz de sumergirme para siempre en el pozo sin fondo del descrédito. Pues lo que al fin tenía que ocultar no era tanto mi persistente predilección por las intensidades de José José, sino todo lo que ello revelaba sobre mis personales debilidades. No sabía, o no quería saber, que tales eran mis más grandes fortalezas.
Verdad es, a todo esto, que desde entonces sigo su carrera, salpicada de escándalos por causa de su misma vocación abismal, con alguna empatía solidaria, más cierta gratitud inconfesada por esa que usted llama “mi misión”. Entiendo que un trabajo como el suyo supone el compromiso de quien se ha resignado a arder y calcinarse por cumplir el ritual de la pasión sin freno, ni cautela, ni vergüenza. Sobra decir que José Sosa Ortiz, en su papel de príncipe romántico, es más punk de lo que uno soñó ser.
Mentiría si dijera que de su repertorio conozco solamente cuanto escuché durante la infancia. Me las he ido aprendiendo, año tras año, diríase que sin proponérmelo, y puedo presumir que me las sé al dedillo porque nunca he dejado de cantarlas, siempre que la emoción y el sentimiento no dejan más salida, y ya me temo que he de morir con ellas. No lamento, por tanto, el espectáculo del hombre inmolado y derruido por ejercer la entrega pasional hasta sus consecuencias más extremas. Perdón que sea tan punk, pero es que lo celebro, y de paso le aplaudo al amor al lado suyo.
Si la flama arde el doble, dice el dicho, durará la mitad. Somos ya no legión, sino legión de legiones quienes nos hemos acabado a José José. Hoy que me desgañito canturreando que he sido de todo y sin medida con la mujer que amo, sin rastro de pudor y cundido de orgullo, me consuelo pensando que el héroe de mi infancia es aún inagotable. Parafraseándolo, me atrevo a reclamarle: No me digas que te vas. En cuanto a mi respecta, con perdón, nadie puede quitármelo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de mayo de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.