De series y culebrones

Hay placeres que apenas lo parecen, y no obstante sigue uno prefiriéndolos. Suele pasar con las telenovelas, género comúnmente reñido con la verosimilitud y amistado con la ridiculez, cuyas tramas gratuitas enganchan viralmente al despistado, pese al escepticismo reprimido que de escena en escena y día tras día le recuerda que tira su tiempo a la basura. Me da cierta pereza avergonzada rememorar los bodrios infumables que por morbo, candor o mero nihilismo soporté hasta sus últimos capítulos, de modo que hoy en día trato de redimirme viendo series.

¿Y tú qué series ves? He aquí una gran pregunta del siglo XXI. Se entiende uno con sus semejantes a partir de sus hábitos televisivos. Si antes era motivo de bochorno confesarse enganchado a una telenovela, la serie goza ahora de un prestigio social desconocido por el culebrón. El comentario más demoledor que podemos hacer en torno a alguna serie es que parece una telenovela, pero al cabo no siempre son tan claras las fronteras entre uno y otro género. Parecería que la telenovela es un poco el ancestro darwiniano de la serie. Uno pregunta eso de “¿qué series ves?” y queriéndolo o no se hace una idea (sesgada, subjetiva, prejuiciosa, arbitraria, pero al fin una idea) de la presunta fase evolutiva en la que se halla el gusto de su interlocutor.

Procedo a definirme: he sido seguidor fiel y entusiasta de series “serias” como Six Feet Under, Breaking Bad, Downton Abbey o Fargo, si bien otras no menos meritorias las he dejado truncas, inexplicablemente. ¿Cómo es que me atreví a abandonar una joya como Boardwalk Empire, y al mismo tiempo me dejaba atrapar por Las muñecas de la mafia, un narcoculebrón algo más adictivo que nutritivo, entre tantos que he visto hasta el hartazgo? La oferta es demasiada, en todo caso, y la fidelidad no siempre sobrevive a un mal capítulo. Francamente, no sé por qué veo unas en vez de otras. Como tantos, estoy perdido entre las series.

Nunca fui de esos dignos que se salen del cine. Por infumable que sea la película, me impongo la sufrida disciplina de aguantar la función hasta el final. En la casa, no obstante, es todo diferente. ¿Y cómo no iba a serlo, si para ello cuento con una batería de artilugios a control remoto que me dejan pausar, adelantar o volver hacia atrás la proyección, y si me da la gana cambiarme de función, entre miles y miles disponibles? Voy, pues, como un balón playero a la deriva entre series que no terminaré de ver, por más que me proponga ponerme al día con ellas en el océano de los días feriados (tiempo propenso al tedio o la dispersión, antes que al cumplimiento de los buenos propósitos).

Es más fácil, por cierto, ser fiel a la comedia. No veo la menor dificultad en llegar hasta el último capítulo de series como Weeds, Curb Your Enthusiasm, Entourage, Californication o Flight of The Conchords, a las cuales volvemos un poco por terapia, tras tanta serie “seria” que en un vuelco fatídico del guión traiciona y pulveriza nuestras expectativas. Una ficción que logra hacerte reír es eficaz antídoto contra la ñoñería, la solemnidad, la complacencia o el lugar común, enfermedades todas recurrentes entre tantos ladrillos graves y pretenciosos que son algunas series de éxito incomprensible y retumbante.

No somos lo que vemos, afortunadamente, pero he aquí que la proliferación indiscriminada de las series nos condena a la charla pueblerina. ¿O acaso no prefiero hablar en torno a El cartel de los sapos (al menos de sus dos primeras temporadas) que escuchar maravillas de otras seguramente superiores pero que jamás vi, ni tal vez ya veré? No es justo para uno, y tampoco para ellos, pero por nuestras series nos conocen, y en el primer descuido nos juzgan.

De House of Cards para acá, la proliferación de los temas políticos ha enrarecido el aire de la ficción serial. Enfrenta uno al personaje-narrador de Kevin Spacey, un gerifalte cínico y perverso que da pésimo nombre a los demócratas, con algún desconsuelo malsano y truculento. De ahí a concluir que “todos son iguales” hay apenas distancia, y eso da mucho rating. Trae consigo, también imitaciones con moraleja incluida. Nada como el despecho compartido para encontrar consuelo y empatía. El mandatario de la serie de hoy es la villana del culebrón de ayer, y no siempre es aquél más verosímil que ésta. Pues al igual que el sentimentalismo bobo, la corrección política es veneno para la credibilidad.

“Ya quiero que se acabe…”, nos quejamos a veces, totalmente a merced del maldito argumento. Pero al cabo la única razón para desear el fin de un vicio así suele ser el deseo compulsivo de entregarle tu tiempo a alguno nuevo. Porque si algo está claro a estas alturas es que los culebrones nunca mueren.

Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de abril de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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