Ladrones de palabras

La escritura es la voz de la conciencia. Exhibe, quien escribe, lo que cree y lo que anhela; lo que le representa o le repele; sus orgullos rampantes y, ay, sus carencias secretas. Pues aun cuando se esmere en pretenderse otro, quedan entre sus líneas huellas que le delatan y retratan. Por eso la aprensión que nos causa la página en blanco se parece al bochorno previo a la desnudez. ¿Qué me falta o me sobra? ¿Qué se me va a asomar? ¿Y si se ríen de mí?

Sufre el ego por culpa de la sintaxis. Teme uno que no sirve para nada si el párrafo no sale como espera, pero igual le sucede con la vida y no por eso se cuelga de un árbol, ni le suplica a otro que viva en su lugar. A menos, por supuesto, que de entrada se sepa poca cosa, o que nada le importe a su pereza la vergüenza de mentirse a sí mismo en aras de un prestigio de pacotilla, como sería el caso del ladrón de palabras: ese pobre infeliz condenado a eructar los bocados que nunca masticó.

El acto de plagiar textos ajenos es algo más que un robo, pues implica montar una farsa barata sobre las ruinas mismas del amor propio. Decir que yo he pensado lo que pensó el vecino, transcribir sus palabras como quien cita un conjuro insondable, plantar mi nombre donde estuvo el suyo, es una confesión de incapacidad que me evidencia como pobre diablo, no tanto frente al mundo –que bien podría no llegar a enterarse– como ante mí mismo. Muy poco se respeta quien reclama o acepta algún prestigio por aquellos renglones que nunca fueron suyos, pues no ignora que tras ese antifaz se agazapa el espectro de su incompetencia y ha de lidiar con él a golpes de cinismo conformista.

A decir de Oscar Wilde, cínico es quien conoce “el precio de todo y el valor de nada”. Quien se atreve a expoliar un texto ajeno buscando deslumbrar a los incautos sabe que ha dado un paso irremontable hacia la podredumbre, pues antes que medalla se ha colgado un precio. Si puede soportar que se le aplauda por lo que nunca hizo ni quizás haría, si acepta los elogios con fingida humildad, si logra seguir viéndose al espejo sin asomo de náusea, entonces lo probable es que cualquiera pueda corromperle, puesto que poco vale ante sí mismo y su éxito depende únicamente de su capacidad para la estafa.

Nunca he deseado ser otra persona, no tanto porque yo me crea mejor sino porque en principio no sabría ubicarme en su pellejo. Me sentiría ridículo al citar, por ejemplo, aficiones y anécdotas que nunca fueron mías, igual que esos palurdos que entienden la elegancia como el arte de ser totalmente sintético. Pónganme en el pellejo de mi autor favorito y verán que enseguida me encojo y hago mutis, esperando que la tierra me trague. Pues no sólo hace falta deshonestidad para hacerse con méritos ajenos que sólo engañarán a los distraídos; también se necesita ser un pelmazo.

Casi todos los plagios se prueban a sí mismos. Si tú escribiste un libro cuya autoría ha sido cuestionada, tuviste que dejar tantos indicios que nadie más podrá reivindicar sus páginas. Concebirlo, planearlo, escribirlo y corregirlo es un proceso que comúnmente abarca varios años de entrega y obsesión. Abundan los apuntes, comentarios, esquemas, borradores, así como testigos del proceso que te llevó a escribirlo, involucrando en ello tu vida entera. Quien se robe ese texto y le plante su nombre lucirá ante el espejo tan ridículo como quien suplantó en el Photoshop el rostro de un campeón por su cara de bobo.

Puede que un día al fin los olvidemos, pero igual los ladrones de palabras vivirán para siempre convencidos de que su triste precio está muy por encima de su valor.

Este artículo fue publicado en Milenio el 24 de diciembre de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.inc.com/jessica-stillman/health-habits-copy-paste-technique.html

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