No falla: los tiranos odian a los payasos, tanto como le temen a la risa (exceptuando la suya, que suele ser sardónica, afectada y rara vez graciosa). Pocos venenos hay como el sarcasmo para un poder que se quiere absoluto, por eso en sus dominios lo que suele privar es la cursilería: prima hermana de la solemnidad y vieja amiga de la demagogia. Ahí donde impera el kitsch, con sus frases pomposas y sus sonrisas tiesas y sus alambicadas certidumbres, queda apenas espacio para la inteligencia.
No hay demagogo ajeno a la sensiblería, toda vez que ésta brinda un blindaje eficaz contra la risa. Entre más ampuloso y relamido se revele el lenguaje del orador, menos licencia habrá entre sus escuchas para soltar las justas risotadas que la ocasión en realidad exige. Es, sin duda, La hora de La Alegría, y cuando a una alegría no le caben las dudas ni de broma, cualquier carcajadita la desnuda y exhibe sus embustes. Sucede así con la dicha oficial, presente en incontables matrimonios plásticos y ubicua dondequiera que exista o se cocine alguna tiranía. Pobre de quien la ponga en entredicho.
Para un tirano afecto a la demagogia –luego entonces, rehén de la solemnidad y marchante de la cursilería– no hay adversario peor que un comediante, pues aun si no se ríe ni hace reír a nadie lo hará lucir ridículo ante el mundo. Veamos, por ejemplo, a Vladimir Putin, cuyo gran adversario es hoy un comediante convertido en colega y héroe nacional, con la deshonra que esto significa. Pues pasa que entre menos honorables resultan las personas, más les preocupa el tema del honor y mayor es su sed de protocolo. Se trata de tapar la realidad, y los buenos payasos logran precisamente lo contrario.
Según Milan Kundera, “el kitsch hace brotar un par de lágrimas prontas y sucesivas. La primera lágrima dice: ¡Qué hermoso que los niños corran por el prado! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es conmoverse con toda la humanidad al ver a los niños correr por el prado!”. Sabemos que un poder es peligroso cuando nos deja ver su lado kitsch, que claramente es todo pantomima, busca infantilizar a sus destinatarios y empuja a la obediencia irreflexiva. Ya se trate de enaltecer el esplendor de ayer o decretar la gloria del mañana, se necesita mucha credulidad y muy poco sentido del humor para hacer concebibles las promesas que son gaseosas de por sí. Y ahí es donde entra el kitsch, que elimina el estorbo del raciocinio y hace de la ironía canallada.
Quisiera ser el kitsch la cara amable de la tiranía, pero basta una mueca socarrona para hacerle mostrar que nada es cierto, al modo de esa gente melosa y cantarina cuyo timbre de voz se vuelve áspero en ausencia de testigos. El kitsch, dice Kundera, es la absoluta negación de la mierda. No importa cuánto apeste la mentira ni qué tan obvia sea la realidad, si para suprimirla es más que suficiente con dejarte llevar por la emoción y entregarte a desear eso que hace un minuto era imposible y de pronto ya encuentras innegable. Es un hechizo, al fin, y como tal sólo se sostendrá mientras te dure impresa esa sonrisa idiota. Por lo pronto, cuidado con reírte.
Se engañan quienes creen que el humor es producto de la ligereza (en cuyo caso sería inofensivo). Quien osa parodiar la realidad tuvo que sumergirse antes en ella y cargar con el peso del absurdo que suele acompañarla. El humor no celebra la insensatez, solamente la vuelve soportable. ¿Cuán siniestra es, en cambio, la cursilería, que no puede uno ni reírse de ella sin ganarse enemigos entre quienes se jactan de ser buenísimas personas? Por eso no es el kitsch, sino la risa, el boleto hacia afuera del infierno. Sabremos que vencimos al tirano cuando las carcajadas sean más que los aplausos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de marzo 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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