Hay quienes creen que la congruencia estriba en conservar por siempre la misma opinión. Sumarse a una Verdad en tal modo mayúscula e irrebatible que no sea necesario confrontarla con ninguna otra visión, y de hecho las excluya a todas, por falsarias. Esta idea incoherente de “congruencia” presenta la ventaja oscurantista de hacer innecesario el razonamiento y suprimir toda contradicción, ejercicio tal vez confortador al momento de rezar el rosario o jurarle lealtad a un monumento, pero funesto cuando lo que se busca es entender al prójimo, al mundo y a uno mismo.
Parecería que hablo de la Edad Media, pero ya vemos que los tiempos actuales son caldo de cultivo para la intolerancia. Por eso menudean los intrusos de la moral ajena para quienes “congruencia” es igual a ceguera y subordinación. Si pudieran, tendrían una ventana abierta a nuestros pensamientos, pues nada les complace tanto como juzgar, denunciar y castigar a quienes se resisten a pensar igual que ellos. Nos tachan con violencia de agresivos, nos llaman mentirosos a punta de calumnias, nos insultan en nombre de la condescendencia y abusan sin medida de su autoridad para etiquetarnos como autoritarios, con la coartada de una causa mayor cuyos medios, por cierto, hablan mal de sus fines.
Claro que nada de esto tiene sentido, pero de eso se trata este topillo. El infierno de los personajes de Kafka consiste en que son víctimas del sinsentido, y contra él no hay cómo defenderse. Los gorilatos del siglo XXI se sostienen precisamente ahí, en la cohesión total de los absurdos y la “congruencia” pútrida que de esa cloaca emana. El abierto desprecio por la ciencia, en otros tiempos patrimonio de la Inquisición, es condición forzosa para hacer inmutables las verdades baratas del fascismo vulgar. Pues la ciencia cuestiona, duda, sopesa y cualquier día termina por contradecirse, y ya quedamos que esos devaneos son impensables para aquella gente que no encuentra verdades más allá de su fe, ni tolera que otros se atrevan a buscarlas.
Se engaña quien supone que esta invasión sólo ocurre en Ucrania. Sucede en todas partes, ahora mismo. Cada vez que cualquiera de nosotros ejerce su derecho a pensar, decir y hacer lo que cree, lo que piensa o simplemente lo que le viene en gana, más allá del posible desacuerdo con el resto del mundo, está dando pelea en esta vieja guerra que como liberales no podemos perder. Una guerra de odio cuyos impulsores viven obsesionados por aplicarnos ortopedia en la conciencia, o cuando menos callarnos la boca, mientras ellos quebrantan las leyes a placer disfrutando del fuero que han conseguido a fuerza de chantajes y gritos destemplados.
Sintomáticamente, los grandes enemigos de la libertad son asimismo grandes libertinos. Tantas trancas al fin ya se han saltado que no les tiembla el pulso para cometer o aplaudir nuevas atrocidades. Por eso nunca aceptan una equivocación, ni dan un paso atrás, ni corrigen la marcha aunque la estén cagando espectacularmente, pues su cola es tan larga que inclusive ellos mismos podrían pisoteársela. Y lo que uno reclama es lo contrario: tengo todo el derecho a equivocarme, a cambiar de opinión, a contradecirme y a que se reconozcan mis disculpas si es que meto la pata, pues suele ser así que a las personas se nos quita lo brutas. Y no voy a aceptar que libertino alguno venga a darme lecciones de cómo administrar la libertad que claramente se ha propuesto arrebatarme.
Cierto es que en estos tiempos el autoritarismo y la zalamería que lo habilita están por todas partes, pero también allí se halla la resistencia. Quiero pensar, porque soy liberal y tiendo al optimismo, que el fascismo ladrón, marrullero, cínico y genocida va a recibir una lección en Ucrania, porque si algo está claro es que nuestras razones como individuos serán siempre más fuertes que la razón de Estado. Hoy, más que nunca, toca resistir.
Este artículo fue publicado en Milenio el 05 de marzo 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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