Misión: salvar al mundo

El hombre es una suerte de cruzado, cuya entera existencia entraña un objetivo que se divide en tres proezas simultáneas: solventar el problema de los automóviles, resolver el calentamiento global y hacer a los humanos multiplanetarios. Cualquiera de estos retos, diríase que especialmente el último, basta para ganarle a quien se los plantee, y encima los proclame, la fama de lunático o embaucador, pero Elon Musk responde a estas y otras dudas con un mantra sencillo cuya validez lleva toda la vida probando: “Las buenas ideas son locuras hasta que no lo son”.

Aprendió a programar con diez años y tenía apenas doce cuando se ganó un premio de quinientos dólares por diseñar el código de un videojuego que había ingeniado en su arcaica Commodore modelo 1980. Ya entonces fantaseaba devorando novelas de ciencia-ficción, rastreando nuevas tecnologías y leyendo de todo a toda hora. Según cuenta Ashlee Vance en su biografía del sudafricano, tanto había mezclado el adolescente Musk fantasía y realidad que era ya muy difícil separarlas dentro de su cabeza. Por lo demás, tenía claros sus planes. Emigró a Canadá a los 17 años, saltó pronto de ahí a Estados Unidos y fundó su primera empresa a los 22, en mitad de la fiebre de los punto com. Aún no cumplía los 28 años cuando ya había vendido su negocio, nada menos que a Compaq, por 22 millones de dólares. Pero lo que para otros habría sido la meta, no era en su caso más que el mero arranque de un proyecto infinitamente más ambicioso que involucraba ya a la totalidad del género humano.

Desde siempre ha buscado rodearse de los más reputados ingenieros, expertos y científicos, no sólo para hacerlos trabajar como bestias –y eventualmente descartarlos como fichas– sino especialmente para aprender de ellos. Es común que ingenieros y magos del código acaben por saber un poco menos que él de sus propios quehaceres. Programador consumado, no le tiembla la mano para despedirlos, suplirlos y eventualmente superarlos. Camellar a su lado puede llegar a ser tortuoso y estresante: sus empleados trabajan semanas de hasta ochenta intensas horas, pocas aún comparadas con las cien o más que él dedica a una chamba en tal modo fructífera que lo que hace veinte años pareció desvarío lo ha convertido en el hombre más rico del mundo.

Nunca antes de la SpaceX de Elon Musk hubo una compañía privada capaz de lanzar cohetes al espacio y acomodar satélites en la estratósfera, reduciendo además los costos a niveles ridículos en la industria aeronáutica. Pero tampoco esa era una meta, sino sólo una etapa del proyecto cuyo objetivo es colonizar Marte, para que los terrícolas no dependamos sólo de nuestro planeta. Suena a broma, ¿no es cierto? Como seguramente pareció delirio que el hombre de Soweto se propusiera hacer verdad el sueño de construir un coche eléctrico capaz de suplantar ventajosamente a los de gasolina. Pero eso ya ocurrió con los modelos Tesla (sus nombres son coquetos a propósito: S, 3, X, Y) y no es casualidad que éstos se beneficien de la tecnología desarrollada por SpaceX y Solar City –la otra compañía de Musk (hoy Tesla Solar) entregada al proyecto de construir paneles solares a escala planetaria–.

No todos hablan bien del obseso conspicuo que es Elon Musk. Vale incluso decir que amén de megalómano es fanático, y hasta algo muy cercano a un esclavista, pero es un hombre con una misión y espera que su equipo la comparta. No cree en los imposibles, no acepta las excusas, no tolera el derrotismo. Lo suyo es adueñarse de los grandes problemas y dedicar cada hora de su vida a trabajar en ellos, para oprobio de tantos políticos bocones que rara vez aceptan y menos aún abrazan responsabilidad alguna.

¿Hacer de los humanos una especie interplanetaria para salvar al mundo? Tal vez sea muy temprano para creérselo, pero empieza a ser tarde para reírse.

Este artículo fue publicado en Milenio el 06 de noviembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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