Todos hemos tenido un amigo tramposo. Al mío lo conocí siendo muy niño y fue así que perdí la ingenuidad. Detestaba él perder en cualquier juego —en cuyo caso armaba rabietas épicas— de manera que en todos hacía trampas, ninguna de ellas muy sofisticada. Y si llegaba yo a atraparlo in fraganti, le ganaba la risa y encontraba la forma de hacerla contagiosa, pero si su chanchullo no quedaba muy claro lo defendía con una indignación que era ya en sí indignante, por hipócrita, al tiempo que esgrimía argumentos no menos marrulleros que a la postre dejaban dos opciones: seguir jugando o mandarlo al demonio.
Cierto es que yo también podía hacerle trampas al tramposito, y varias veces lo intenté con éxito, pero entonces el triunfo sabía a mierda. No me daba vergüenza engañar a mi amigo, pues me constaba que era un desvergonzado y un engañador, sino mirarme celebrando un triunfo que muy bien sabía yo que era derrota. Antes que a los demás, el tramposo se hace trampa a sí mismo. Sus festejos no son sino montaje, que de pronto delata carencias innombrables de las que necesita resarcirse para que no se note que es un envidioso radiactivo o un acomplejado espectacular. Como si hubiera en este mundo trampas capaces de ocultar defectos a tal punto fluorescentes.
No todos los tramposos son burdos y baratos, pero esto del topillo tiende a crear adicción. Si es la salida más fácil y rápida, ¿cómo iría uno a echar mano de ella a cada rato sin perder el control de calidad y hacerse al cabo fama de trapacero barato? Ahora bien, si el tramposo ya ha sido lo bastante cínico para engañarse solo tantas veces, ¿por qué iba a preocuparle la opinión de los otros, que muy probablemente le conocen las mañas? ¿No es verdad que más de uno encuentra muy simpáticas su durísima cara y su cachaza a prueba de pudor? Y ya entrado en engaños confortables, ¿quién le dice que no lo admiran y lo envidian justamente porque es más listo que ellos? ¿Hay alguien por ahí que nunca haya escuchado esa coartada chafa?
Decimos que la gente “se pasa de lista” cuando estira de más la liga de su astucia, pero para el tramposo nada es demasiado. Se diría que incluso le acomoda la fama de listillo, igual que el matasiete confunde el miedo ajeno con respeto. Si está dispuesto a todo por ganar y le urge que te vayas enterando, ¿de qué le serviría ser sutil? ¿No le conviene más ser cínico y silvestre, demostrando con ello cuán flacos son el miedo y el respeto que le inspiras? Uno se burla de las trampas burdas porque son un insulto a la inteligencia, como si no fuera esa su función. Una vez ofendida, la inteligencia tiende a desmayarse: no hay pasado de listo que lo ignore.
Si al mañoso amateur le interesara hacerse profesional, empezaría por pulir sus argumentos. Pero si, como dice la canción, le gusta oír sonar los ejes de su carreta, ¿para que diablos los querría engrasados? Lo de hoy son los tramposos primitivos. Gente que le ha pasado a medio mundo encima e inexplicablemente no está en la cárcel. Tipos con la frescura suficiente para hablar de sus crímenes prescritos como si fueran pruebas de inocencia. Vividores notorios cuya estupenda suerte solo se explica por su capacidad —que no talento— para hacer malabares entre cinismo, hipocresía y traición. Gentuza que resiente los méritos ajenos como fracasos propios y le urge hacer chanchullos al respecto.
La última vez que vi a mi amigo el tramposo, pretendía convencerme de declarar mentiras en un juicio penal. Traía, por si las moscas, dos amparos ocultos en la bolsa del saco. Por una vez, lo vi con franca lástima. Ya no quería jugar con ese perdedor, tal vez iba siendo hora de mandarlo al demonio.
Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de marzo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.