En tierra de avestruces

El chiste es viejo y un poquito estúpido: dos avestruces machos van corriendo detrás de una hembra en celo, hasta que la acorralan y a ella no se le ocurre nada más ingenioso que enterrar la cabeza en el lodo. Súbitamente desconcertados, ambos cortejadores intercambian miradas y se preguntan dónde pudo meterse aquella chica. Si hubiera de ser justo con las avestruces, diría que la auténtica gracia del chiste es cómo y cuánto nos les parecemos. Nada más de mirarnos acosados por ella, corremos a negar la realidad. ¿Será por eso que hoy el chiste no hace gracia?

Un año en cuarentena no deja mucho espacio para cuentas alegres —esos números frívolos y gaseosos que la gente se saca de la manga con tal de no sacar la cabeza del lodo—, porque si algo aprendimos de estos 12 meses es que esos artificios del candor salen incalculablemente caros. Si en otras latitudes campea una variable dosis de incertidumbre en torno a la pandemia, México es ese pájaro en apuros que conjuró el peligro sepultando los ojos. Cada día asistimos al crecimiento de una cifra de por sí escandalosa —poco menos de 200 mil muertes por covid-19, a la fecha— que sin embargo corresponde apenas a 40 por ciento de la realidad.

Medio millón de muertos en un año: uno por cada 250 mexicanos. La cifra extraoficial respaldada por cifras oficiales. No quiere el avestruz sacar la testa del pantano para no hacerse cargo del precio que ha pagado y seguirá pagando a cambio de negar lo evidente, pero en su situación los números estorban. ¿Será que si destruyo el baumanómetro me ahorraré las molestias del infarto? Entre tantas cuestiones vigentes y punzantes, cabría preguntarse qué tan equivocadas están las cifras oficiales de contagiados, en un país donde se hacen tan pocas pruebas que casi cualquier número es probable. Temo que no haya modo de saberlo, y ni siquiera de querer saberlo.

Ninguno de estos números me gusta, y menos todavía me tranquiliza, pero más me molesta y sobresalta verme aquí especulando delante de evidencias tan inciertas que lo mismo valdría una bola de cristal para darme una idea de lo que está pasando. ¿No es, por cierto, a los niños y a los ancianos que se les oculta cierta información áspera e incluso se les miente por su bien? Solo que en estos tiempos el problema ya no es la información escasa como la muy profusa. A un año del comienzo del confinamiento, hemos oído ya tantas mentiras que la verdad —cualquiera que ésta sea— ha perdido gran parte de su crédito. No nada más tenemos la cabeza en un hoyo, sino que no tenemos edad para sacarla.

Nada de raro tiene que en tiempos de pandemia aflore antes la mezquindad que la empatía, ni que la estupidez, la ligereza y la superstición se mofen del instinto de supervivencia, pero desde el papel de avestruz al que en cierta medida vivo reducido, y ante la perspectiva de cualquier día de estos ponerme la vacuna redentora, me pregunto qué clase de cobaya me gustaría ser, y ocurre que tampoco para eso tengo edad. No puedo elegir tal o cual vacuna, de acuerdo a mi sapiencia, conveniencia o prejuicios, ni pagarla de mi propio bolsillo. No puedo, en suma, hacerme responsable por mi salud, aun sabiendo que en caso de que algo salga mal, o no termine de salir bien, pagaré consecuencias como cualquier adulto soberano.

El encierro transforma a los reclusos en menores de edad. Están ahí por su bien y es por el bien de todos que no pueden tomar sus propias decisiones, ni enterarse de cierta información inconveniente. Medio millón de muertos, por ejemplo. ¿Cuántos de ellos pudieron evitarse, de no haberse interpuesto en cada caso la lógica insensata del avestruz? A esa pregunta estamos condenados, a sabiendas de que jamás tendrá respuesta. 

Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de marzo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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