Se cuenta que una vez, allá en sus años mozos, cierto desocupado de apellido Hitler soltó una de sus habituales peroratas, cargadas de sandeces y rencor, en el comedor de la pensión donde pernoctaba. Tras haberlo escuchado, otro huésped presente se acercó a preguntarle si por casualidad alguien había defecado dentro de su cabeza… y olvidado jalar la cadena. Pocos años y varios mítines después, el aludido ya era un líder político exitoso y se ufanaba en público de no ser “más que un tamborilero y un movilizador”.
No solemos culpar al tamborilero por los efectos últimos de sus redobles, aun si éstos resuenan a miles de kilómetros, y si lo sugerimos se nos ve con reserva y extrañeza, como a un niño que insiste en haber visto al Coco meterse en el armario. “¿No estás exagerando?”, nos preguntan, sin admitir respuesta porque ya se están riendo de nuestro sobresalto, igual que un día otros se burlaron de quienes se tomaban en serio las amenazas de ese tal Hitler, que tanto repetía el término Vernichtung —exterminio— a lo largo de sus discursos furibundos. “¡No son más que palabras!”, se nos repite, cuasipaternalmente, y de muy poco servirá responder que las abominables Leyes de Nuremberg eran, también, nada más que palabras. Una vez hechizadas por el tamborilero, sobran las almas cándidas dispuestas a marchar cantando hacia su ruina (y abundan los ingenuos que aún encuentran normal lo ya siniestro).
A lo largo de cinco años tortuosos, el mundo ha padecido la palabrería infame de otro hombre cuya bóveda craneana tampoco está muy lejos de despertar sospechas sobre su utilidad como retrete. Un sujeto ignorante, grosero, fanfarrón y falsario, cuya virtud supuesta consiste en escupir cuanta idiotez hiriente le viene a la cabeza. “Sinceridad”, le llaman sus acólitos, ya entrados en afrentas al lenguaje. Imaginemos ahora el alivio enfermizo que tantos pobres diablos experimentan al escuchar, de los labios de un todopoderoso matasiete, las palabras pringosas de resentimiento que ellos o sus iguales acostumbran garrapatear en las paredes de los baños públicos. O en las redes sociales, que en muchas ocasiones no huelen muy distinto. Pocas cosas consuelan al cobarde tanto como gritar detrás del bravucón.
Una tarde en el Capitolio, bien podría titularse la intentona golpista detonada por el tambor del primer mandatario. Un guion digno de los hermanos Marx, a juzgar por la inmensa torpeza —ya no sé si alarmante o hilarante— de la horda de gaznápiros que invadieron jardines, patios, salones y oficinas del edificio legislativo, en la estúpida creencia de que estaban haciendo una revolución. We’re making fucking history man!, se escucha a uno gritar en un video, con aires algo más deportivos que heroicos, mientras cientos de revolucionarios deslumbrados por lo que saben obra de la casualidad van haciendo turismo por los pasillos. Apenas pueden creer que están allí, no en balde varios de ellos llevan desenvainado un selfie-stick.
Se queda corto George W. Bush al comparar este remedo de insurrección con los de las repúblicas bananeras, donde los cuartelazos cuando menos se hacen respetar. Tarde se han dado cuenta los facilitadores del gran hablador de que cada palabra tiene su peso y algunas ocasionan costos desmedidos. Palabras ofensivas, traidoras, humillantes, calumniosas, perversas, “inofensivas” a oídos pusilánimes o cómplices. Palabras vomitadas sin pudor, certidumbre, piedad o por lo menos algo de conciencia, elegidas como piedras arrojadizas, unas filosas y otras contundentes porque no se pretende sino destruir. Palabras pestilentes, por cuanto guardan de odio agusanado, a las que no hace falta más que el empuje de un tamborilero para incitar a linchamientos y pogromos. Palabras a manera de redobles, cuyo significado importa poco porque están ahí solo para sembrar la cizaña y esparcir el odio. Palabras alcahuetas de la infamia, pues su misión consiste en hacerla invisible para poder negarla mientras se la ejerce. Palabras dictadoras, racistas, fascistas, perversas, criminales e impunes que nunca de los nuncas fueron inofensivas.
Este artículo fue publicado en Milenio el 09 de enero de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.