Sucede a cada rato: se cruza usted con cierta persona por la calle y antes de saludarse titubean, puesto que en realidad no se conocen tanto como para saber cómo deben tratarse en estos tiempos. ¿Tendrían que saludarse a la distancia o estará bien que se rocen los codos, como hacen hoy en día algunos afectuosos? ¿Valdría por lo menos abrazar a la gente que uno conoce bien y sabe responsable y cuidadosa? ¿Pero cómo es posible tener esa certeza de cualquiera que no sea uno mismo? ¿Responde usted al cien por ciento por los riesgos en que pudo incurrir, consciente o inconscientemente? ¿Pero qué es lo que teme, en realidad: la posibilidad de contagiarse, o que pongan en duda sus modales?
Si quiere que le diga lo que pienso, no me explico qué diablos hace usted en la calle, aunque es verdad que a todos nos sucede. Tiene uno que salir, de cuando en cuando, y no por fuerza sabe qué decir o hacer cuando se topa con quien cree que conoce, pero resulta que piensa distinto. No deja de ser raro, y en realidad estúpido, que tras cientos de miles de muertos y a saber cuántos millones de contagios, las profilaxis más elementales sean todavía cosa de opinión. Si esto en vez de pandemia fuera un bombardeo, habría que ver cuántos irreflexivos andarían aplanando las calles. Y si de buena educación se tratase, me cuesta imaginar majadería más grande que la de hacer saber a propios y extraños lo poco que le importa a uno la posibilidad de enviarlos a la cama o el panteón.
Cada vez que usted duda entre saludar de lejos, de mano, de abrazo o de beso, no lo hace porque sepa o pueda calcular qué tan “responsable” es esa persona, sino qué opinión tiene sobre un tema —la epidemiología— del cual seguramente nada sabe. Se diría que más que preocuparse por su propia salud —y de paso la de sus seres queridos— pierde usted el sosiego por el juicio que pueda merecer de quienes quizá ven las cosas de otro modo. Es decir que a la sensatez elemental le toca avergonzarse de sí misma para sobrevivir a estos tiempos de ignorancia supina y rampante, cuando la ciencia misma ha de pedir permiso a la superstición para aspirar a ser tomada en cuenta y las sospechas cuentan más que las pruebas.
Pocas tragedias hay tan pueblerinas como las que origina el miedo al qué dirán. Un problema de raíces infantiles, comúnmente azuzado por bravucones y cobardes prestos a pitorrearse de todo aquello que rebase sus capacidades intelectuales. ¿Recuerda usted a Donald Trump haciendo mofa como un niño malcriado a costa de Joe Biden y sus cubrebocas? ¿Se teme acaso que esa vecina airada a la que no le quiso dar la mano se burla ya de usted a la distancia y le llama “gallina” o algo peor? ¿En serio le preocupa lo que piensen de usted quienes se enorgullecen de su ignorancia y su desaprensión en mitad de una de las peores catástrofes sanitarias de la historia?
Yo tampoco sé mucho de este asunto, y a veces siento que entre más se me informa al urgente respecto menos acabo de saber dónde estoy. No sé, como algunos pretenden hoy en día, qué hacer para que el riesgo sea menor mientras practico la ruleta rusa, y eso me basta para ser radical. Entre tantos sabiondos de ocasión, prefiero darle crédito a mi perplejidad que pretenderme experto en el sobado tema de la sana distancia, misma que en todo caso prefiero conservar con la ayuda del Wi-Fi y el cable telefónico. Si un día nos topamos por la calle y usted cree su deber darme un abrazo, le agradeceré entienda mi rechazo como una aceptación de mi ignorancia en torno al problema científico más complicado que por ahora enfrenta la humanidad. Y de una vez perdóneme por no titubear.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de diciembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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