Corren tiempos de indolencia rampante. Ahora menos que nunca se sienten las personas —léase: los eternos caraduras— obligadas a cumplir su palabra o sostener lo dicho el día anterior. De nada sirve que se les demuestre que algo hicieron mal, o están equivocados en cierta apreciación, o tienen una deuda que no reconocían, o han faltado severamente a la verdad, pues al verse orillados a aceptar lo evidente y actuar en consecuencia, recurrirán al muy mexicano “pues hazle como quieras”.
No se puede decir que sea una amenaza, aunque sí un gran desplante de bravuconería. Si sugiero que le hagas como quieras, te estoy retando a que hagas valer tus mentados derechos por el medio que encuentres a la mano, incluso con violencia o a espaldas de la ley, y de una vez te anuncio que estoy listo para contraatacar, tanto que ni siquiera me preocupa lo que sea que puedas o se te antoje hacer. Es la actitud del gañán padrotesco que no acepta más leyes que las suyas ni busca otro prestigio que su falta de escrúpulos. Y a quien no le parezca, que le haga como quiera. Como quien dice, que chingue a su madre.
De más está observar que el rampante indolente es un mal perdedor. ¿Por qué iba a someterse a las formalidades más elementales de lógica, equilibrio, reciprocidad, cortesía o sentido común, si la majadería nunca pierde? A cada explicación serena y transparente responderá gritando sinsentidos, a lomos de un enojo caprichudo y tramposo que ha de sacar ventaja a como dé lugar. ¿Dónde hemos visto a esta clase de gente triunfar y destacarse? Básicamente, en el mundo del hampa, donde se les admira por la pura elocuencia de su intolerancia. Son gente acomplejada, con ellos no se juega.
Ciertos complejos son como esos amigastros de ocasión que justifican todos tus errores con tal de merecerse tu favor. O como aquella droga poderosa que te daba consuelo momentáneo mientras desbarataba la fe en ti mismo. Hay en el indolente rampante y su legión de émulos frustrados los resabios nihilistas de quien se siente mal delante del espejo y espera compensarlo con cierta chulería de cartón. Y quien no se las compre, que le haga como quiera.
Uno puede pasarse la vida abusando del prójimo e invitándolo a hacerle como quiera, mientras la situación no sea desesperada, ni muy altos los costos de su inconsecuencia, pero en días aciagos las cuerdas se revientan al más leve tirón, y cabe recordar que la gran mayoría de nosotros vive hoy día sus horas más difíciles, ya sea porque se juegan la salud y la vida o porque no consiguen sacudirse la angustia en las entrañas. Hay demasiadas penas cada día para que la indolencia, rampante o soterrada, se salga fácilmente con la suya. Ya que tanto se jacta este país de su muy cacareado culto a los muertos, no estaría de más respetarlos un poco.
Las hecatombes sacan lo mejor y lo peor de cada quien. La gente se define por cuanto hace o deja de hacer en estas situaciones. No existe un “yo” que valga, ni una indolencia digna de respeto en medio de la más grande tragedia que muchos hemos visto en toda nuestra vida. Casi todos sabremos responder con elocuencia, de aquí a unos cuantos años, a la pregunta “¿qué hacías en los tiempos del coronavirus?”, así como sabremos y nunca olvidaremos lo mejor y lo peor que hicieron otros. Quiénes fueron empáticos y quiénes indolentes, quiénes se comidieron o se aprovecharon, quiénes nos recordaron o nos dieron por muertos. Quiénes, diría mi madre, no hicieron más que “darse a conocer”.
La indolencia rampante tiene los días contados. Hoy, que muchos están con la vida en un hilo o pasmados por tanta incertidumbre, no queda mucho tiempo para juzgar, puesto que estamos muy entretenidos en rascarnos con nuestras propias uñas, pero estas cosas suelen caer por su peso. ¿Quejarse? ¿Para qué? Vamos mejor a hacerle como queramos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 16 de mayo de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.