Mártires del hogar

No todo el mundo quiere quedarse en casa. Hay hogares que más parecen jaulas y padres de familia que se transforman en fieras salvajes tras unos cuantos días de encierro compulsivo. Monstruos a los que nadie más conoce porque sólo quien duerme bajo su mismo techo ha podido asomarse a sus lados oscuros y hasta hoy no sabe más que solaparlos, ya sea porque teme a las represalias, o porque su conciencia le impide consumar lo que se teme una traición sin nombre, o porque denunciarlos resultaría en una gran zancadilla contra la economía familiar. Bestias que ni siquiera se miran a sí mismas como tales, y aun en ese caso encontrarían el modo de disculparse porque en realidad no lo hicieron adrede: la excusa más idiota y la más socorrida del catálogo.

Y sin embargo es cierto, nadie se vuelve loco a propósito. Algunos energúmenos de nuevo cuño eran hasta hace poco maridos atentos y padres amorosos, merced a un equilibrio frágil y embustero, aunque en alguna medida eficaz. Es probable que nadie entre los suyos esté al tanto de los placeres y compensaciones a los que han renunciado en estos días, por cuya falta sufren en secreto. Tampoco será fácil figurarse el esfuerzo que han de hacer para darle cohesión y verosimilitud al montaje de la familia feliz. Lo difícil, al fin, no es decir las mentiras, sino obligarse a vivir sosteniéndolas.

Como nieto de dos energúmenos en su momento muy respetados, encuentro que esto es cosa relativa y casi siempre asunto vergonzoso. Una de mis abuelas tuvo la suerte de enviudar muy joven, la otra padeció al monstruo hasta su muerte; ninguna, en todo caso, habría osado quejarse. No se habla del mal genio del papá o el abuelo, pues se asume en principio que son buenas personas y compensan con creces sus extremos nocivos, o cuando menos eso conviene pensar, en bien de la familia y su buen nombre.

Fracaso y frustración son términos corrientes hoy en día. Todos los padecemos en alguna medida y cargamos con ellos a despecho de nuestros mejores propósitos. Nada de eso nos autoriza o justifica para dejar salir a las peores versiones de nosotros, pero la gente lo hace y no pide permiso, ni necesariamente se disculpa. Hay quienes ni siquiera se arrepienten, por no tener que cargar ese fardo. Tratamos de olvidar aquello que tememos que los demás recuerden, más aún por nosotros que por ellos. Y si esto pasa hoy donde solía imperar una cierta armonía, tan sólo imaginemos el calvario de quienes ya eran víctimas de un monstruo, creían conocer sus límites y alcances y hoy lo ven totalmente fuera de control, capaz de cualquier cosa y dispuesto a cobrarse con quien pueda por todo lo que siente que la vida le debe. El pobre diablo es todavía un diablo y sabe que no tiene nada que perder.

La hipocresía y el miedo, encubiertos como “discreción” y “respeto”, son los grandes aliados del abuso. ¿Cómo sabe una niña maltratada que el papá se ha pasado de la raya? ¿Cómo adivina lo que hará más tarde, si la amenaza se va haciendo más grande? ¿Hacia dónde huiría, de ser indispensable, hoy que las calles han quedado desiertas y en cada extraño hay un peligro de contagio? ¿Quién se atreve a decirle al atrabiliario que tal vez necesite atención psiquiátrica? ¿Y si lo denunciaran, fuera a la cárcel y ahí se contagiara, quién cargaría con tamaña culpa? ¿Cómo es que hasta los presos salen de las cárceles por consideraciones humanitarias y del hogar maldito nadie puede escapar?

No hay como una emergencia sanitaria para que los castillos construidos con patrañas se derrumben de un día para otro y no quede mentira suficiente para disimularlo. Entre nuestras tupidas incertidumbres tendría que contarse la cantidad de hogares donde el suplicio es cosa cotidiana y el silencio una norma sacrosanta.

Este artículo fue publicado en Milenio el 9 de mayo de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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