Vivir en aislamiento es algo que jamás me imaginé apuntar algún día en mi curriculum de vida. Jamás imaginé encontrarme un día casual (pongámosle miércoles – porque por lo menos yo he perdido total noción del tiempo, calendario y ubicación en el mapa) sentada en la banca junto a una ventana de mi departamento pensando si así se sentirán las personas que están en la cárcel. Tomo un poco de café y con cara meditativa concuerdo que no. Mi lógica es que por lo menos a ellos los sacan a dar la vuelta al patio y conviven un poco con sus amiguitos. Claro, si estamos hablando de alguien en confinamiento solitario, la cosa es diferente. Pero no nos vayamos por tangentes.
He descubierto que la vida encerrada es muy curiosa. Para empezar, esta llena de dualidades. A veces suena divertido para una introvertida como yo, la idea de no ver gente no me desagrada tanto, pienso que voy a cocinar todo el día, ver series y hacer pendientes para los que nunca tengo tiempo. La realidad es que a veces es justo eso y otras veces, es todo lo contrario. Me encuentro pegando la cara a la ventana como perro encerrado añorando el mundo de afuera, envidiando mucho a los pájaros que viven en los árboles de enfrente. Y luego volteo a ver lo que hice en el día y me doy cuenta que mi único logro fue milagrosamente lavar 50 platos cuando sólo tengo 20.
Y las noches… las noches son otro nivel. Paso de una euforia en la que se me olvida que no he salido de mi departamento en muchos días (quién sabe cuántos) a una desesperación inusual en la que siento la frustración colectiva que estamos viviendo a nivel mundial. Por alguna razón, no me tranquiliza saber que estamos todos bajo las mismas circunstancias. Estaría bien saber que hay algún lugar al que podría escapar y ser libre. Pero no, entonces regreso a sentirme dentro de una película de catástrofes mundiales, esas que veía para entretenerme y que me parecían divertidas.
Me pregunto si esta crisis marcará un antes y un después. Pienso en mi abuela que vivió la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra y cómo las marcas de esa guerra la precedieron no una, sino dos generaciones (tengo una obsesión por no tirar comida y se me hace un crimen echarle azúcar al té). Me pregunto si… ¿Quedaremos obsesionados con los estornudos? ¿De volar en avión y contagiarnos de lo que sea? ¿De no saludarnos de mano? ¿Desinfectaremos todo? ¿Dejaremos de usar zapatos en casa? ¿Los cubrebocas se volverán una moda? ¿Dejaremos de alucinar que nos duele la garganta?
Por lo pronto yo me entretengo imaginando una nueva profesión de ilustradora (no sé porqué me da tranquilidad pensar en eso, y no, no soy buena dibujando), haciendo listas de cosas que me faltan del super (que van más o menos así: Uso un limón, apunto un limón), haciendo ejercicio con rutinas en Insta Live (no sé porqué pero siempre me pongo emotiva cuando veo tanta gente conectada haciendo algo al mismo tiempo), viendo memes, planeando menús, haciendo listas para el super (¿ya dije eso?), escuchando las clases de derecho que da el vecino de arriba (es de los que necesitan gritar porque no saben que todos los aparatos electrónicos modernos tienen micrófonos integrados), lavando ropa (gran hobbie, se reproduce milagrosamente), arreglándome de la cintura para arriba para cuando hago videollamadas, midiéndome (desde la cintura hasta el largo de mi pelo) y generalmente tratando de recordar ¿de qué hablábamos antes de esto? No tengo ni idea… eran otros tiempos.
Saludos desde una nueva era,
La Citadina.