Mientras tanto

Nunca antes fuimos tantos los desorientados. Apenas hace falta declarar que está uno como está, puesto que lo probable es que los otros se hallen igual o peor. Hace varias semanas que las llamadas telefónicas se extienden más allá de lo esperado, tal vez porque ninguno quisiera despedirse y las voces amigas operan como un bálsamo para la incertidumbre. O porque basta el puro timbrazo del teléfono para escapar del limbo por donde vagan nuestros pensamientos a modo de alma en pena. O porque cada nueva conversación nos devuelve un poquito al mundo que solíamos dar por hecho y de pronto parece reducirse a unas cuantas siluetas imprecisas tras un vidrio empañado, como las calles en la memoria del preso.

Recuerdo que una vez, al día siguiente del terremoto del ’85, una amiga querida cuyo techo se había venido abajo me llamó por teléfono para preguntarme si volvería a temblar en las próximas horas. “¡Y a mí qué me preguntas!”, le habría respondido en otra situación, pero había en su voz atolondrada un desamparo tan conmovedor como las dudas de una súbita huérfana. No era, pues, que mi amiga guardara la menor esperanza en mis inconcebibles dotes de sismólogo, sino que a su zozobra le podía valer cualquier respuesta. Los políticos saben de esa indefensión, por eso algunos hacen promesas que obviamente jamás podrían cumplir a la gente que está ansiosa de creer. Nadie concilia el sueño, que yo sepa, sin un poco de fe en el día siguiente.

Pero la fe es tramposa, y más quienes apelan a su poderío desde un sistema de creencias fijas. Si ya la religión o la ideología se bastan a sí mismas para explicar el mundo a sus creyentes y proveerles de cuanto solicitan, la incidencia de un virus sin control sólo aceptará ser interpretada como una prueba más de que están en lo cierto y como ya sabemos nunca se equivocan. Tal como en la Edad Media, tantos siglos después. Un castigo de Dios, un complot tenebroso, un desafío del diablo, otra evidencia de la podredumbre del sistema al que les corre prisa por abolir. Que estas hipótesis puedan reñirse con los hechos, la lógica o ciencia es lo menos que ha de esperarse de ellas, puesto que no se trata de demostrar nada, como de hacer valer el denodado orgullo de creer a pie juntillas en lo inverosímil. Entre más improbable, absurdo, irracional y estúpido parezca el argumento, más mérito hallarán en acreditarlo.

Mal queda aquel fanático que anuncia a sus discípulos desde el podio o el púlpito que un virus invisible es inmune a la marcha de la Historia o la voluntad del Espíritu Santo, no menos intangibles pero ya omnipresentes por defecto. Si los simples mortales soportamos vivir sin respuestas a nuestras inquietudes, a ellos les mortifica y avergüenza la posibilidad de albergar una duda en torno a este y cualquier otro tema. Los idólatras siempre tienen respuestas, no existe una cuestión lo bastante intrincada para que no la explique su catecismo. O eso es lo que nos dicen, porque aun si dudaran no se darían permiso de aceptarlo.

A mí también me haría muy feliz tener explicaciones para todo, pero me temo que no alcanzarían para salvarme de hacer el ridículo. Es suficiente con el obvio desconcierto de tirios y troyanos para saberse otro pobre infeliz que hace parte del gran trastorno planetario y carece de la mínima pista sobre el destino de la humanidad. Humanidad. Destino. ¿Suena desmesurado, chusco incluso, juntar estas palabras de modo tan solemne y rimbombante? Seguramente, en otras circunstancias, pero ocurre que me tiendo en la cama y las encuentro apenas suficientes para encajar este desasosiego sin pies ni cabeza. No es que no logre mostrarme tranquilo, igual que mis amigos al teléfono, sino que estamos tan desamparados que sólo conseguimos intercambiar preguntas para las que nos consta que no existe respuesta. Sabemos que ignoramos y que no estamos solos. ¿Hay un mejor consuelo, mientras tanto? 

Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de abril de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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