¿La bolsa o la vida?

La decisión parece muy sencilla, en especial si hay público presente. La salud, por supuesto, está primero. La vida, la persona; lo demás qué más da. El dinero va y viene, ¿no es verdad? Parte de nuestra buena educación consiste en ocultar cuánto sufrimos cuando se aleja la marmaja y a qué tanto estaríamos dispuestos por hacerla volver. “No me importa el dinero”, nos jactamos, entre otras cosas porque esa dignidad decorativa no cuesta ni un centavo. Y en cuanto a la salud, está por verse quiénes se la cuidan y cuántos se suicidan de a poquitos, aunque todos converjan en subrayar su gran importancia. Hace falta que caiga una pandemia para que llegue la hora de hablar con la verdad, y la verdad es que no estamos tan de acuerdo como decíamos.

Recuerdo que una vez, de camino hacia el kínder, vi a mi abuela resbalar y caer al pavimento, mientras su monedero rodaba acera abajo. Sin pensarlo dos veces me lancé a rescatar el monedero, al tiempo que ignoraba sus llamados de ayuda. “Primero lo primero”, tuve que haber pensado, no porque ella no fuese mi segunda madre sino por el cuidado que la veía poner en el preciado estuche. Interrogado por mis padres al respecto, argüí que a diferencia del dinero nadie se iba a robar a mi querida abuela. Por sus risas concluí que no andaba del todo perdido con mis cálculos.

No es costumbre de ricos desprendidos, sino de pobretones pudorosos, menospreciar el valor del dinero. Actitud de por sí deficitaria que en nada ayuda a superar la miseria, en tanto dignifica en apariencia cuanto la realidad sigue haciendo opresivo y vergonzoso. La gente cree que esconde sus carencias no porque hayan dejado de notarse, como por el desdén que les dedica. “Al fin que ni quería”, llamamos a esa pose soberbia o resignada, según la situación, hasta que una emergencia inopinada viene a ponerle números a la supervivencia. En un golpe brutal, dinero y vida se hacen inseparables. A falta de uno, se esfumará la otra.

La peor parte de tener que elegir entre salud y bienes materiales está en que ni siquiera es uno quien elige. Asistimos al gran debate universal entre científicos y economistas, gente con mucha voz y poco voto porque al final tampoco serán ellos quienes resuelvan dónde está el mal menor y cuál habrá de ser el sacrificio menos oneroso según sus superiores, los políticos. Algunos de ellos muy interesados en que los ciudadanos conserven su dinero y su salud, en la medida en que ellos no pierdan el poder. Una vez añadido este ingrediente, es comprensible que la ecuación inicial mude rápidamente de valores. El dinero y la vida parecen poca cosa frente a la droga dura del poder.

Se oyen muchas mentiras desafortunadas. Para vergüenza de sus defensores, la mayoría de ellas cae pronto por su peso. No es lo mismo mentir en torno a complicados estados financieros o estrategias de sanidad pública que tener que esconder decenas, centenares o miles de cadáveres y hacer callar a los sobrevivientes. ¿Qué causa al fin más daño, histeria colectiva o negligencia? Cierto es que aquella espanta a los capitales, tanto como ésta peca de criminal. En ausencia de alguna respuesta contundente, habrá quienes encuentren necesario evaluar cada opción de acuerdo a sus estrictas cualidades cosméticas. Pero si los remedios no son suficientes, menos podrá durar el maquillaje.

Vivimos malos tiempos para la política. No están acostumbrados sus profesionales a salir tal cual son ante las cámaras, y aun si varios se engañan merced a los halagos de sus turiferarios, lo cierto es que hace tiempo que la pandemia los dejó en pelota. Empatía, codicia, miedo, insolencia, piedad, hipocresía, ignorancia, estulticia, sensatez, casi todo termina por asomárseles cuando llega la hora de la verdad y toca decidir quién vivirá y quién no.

Este artículo fue publicado en Milenio el 11 de abril de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.latercera.com/podcast/noticia/coronaconfianzas-el-efecto-economico-de-la-epidemia-global/JGYFBAGRKNHZTLM5DKZLM2RPNU/

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