Hay palabras bonitas que dan miedo, como sería el caso de “primavera”. En aquellos países donde el frío invernal se distingue por su severidad, la llegada de esta época del año es siempre luminosa y esperanzadora, pues significa el fin de catarros, encierros y penumbras. Y esas cosas inspiran por igual a los buenos y malos poetas. Sabemos, sin embargo, de “primaveras” tan esperanzadoras como aquellas de Praga, Egipto y Siria, de cuyos desenlaces apenas cabe hablar sin escalofríos. Dice Milan Kundera que “el amor puede nacer de una sola metáfora”, y ya nos consta que el horror también.
Hoy, 21 de marzo de 2020, estamos a las puertas de una estación que se anuncia ominosa como pocas. Solamente en Italia mueren ya 26 enfermos cada hora y en el planeta suman once mil. Los pronósticos son en tal modo disímbolos —sepa o no de lo que habla, medio mundo los hace o los repite— que oscilan entre uno y dieciocho meses de encierro. Se predicen decenas, centenares de miles o millones de bajas, y no falta quien crea que es todo un mero golpe de propaganda. ¿Qué tendríamos que hacer, suicidarnos en masa o salir a abrazarnos porque ya comenzó la primavera? ¿Ha de ser todo histeria tremendista o insensatez babeante?
No todo, sin embargo, es desperdicio. Tragedias y hecatombes suelen sacar lo peor y lo mejor de la gente. Conoce uno a su prójimo y se da a conocer siempre que el horizonte se oscurece y donde había jauja gobierna la escasez. Charlatanes, canallas y oportunistas enseñan los calzones cada día, más todavía si intentan ocultarlos y pretender que no son quienes son. Nada como el poder de una catástrofe nos desnuda y exhibe como somos, y así la hipocresía se transforma en cinismo tanto como florece la nobleza en quienes suponíamos indiferentes.
Si tuviera la opción, preferiría ser puta en estas circunstancias —y quedarme sin clientes de aquí a tres equinoccios— a tener que ocupar un cargo público. Los políticos viven de apariencias, ninguna de las cuales suele sobrevivir a las verdades crudas que a toda hora saltan a la vista. Les sobran, además, los enemigos y muy pocos entre ellos desperdiciarán la oportunidad de echar luz sobre sus insuficiencias. Verdad es que hay algunos que se hacen admirar por su eficacia, pero eso es aún peor para los otros, cuya estatura va disminuyendo conforme uno procede a compararlos.
Igual que tantos dichos con y sin sustento, esta columna habrá de envejecer en unas cuantas horas. Por mucho que se adornen sabiondos e ignorantes con sus estimaciones, no serán sus palabras las que cuenten sino los datos duros que usualmente se pueden disfrazar y hasta hoy nadie atina a predecir. Tendrían que dar risa, si no dieran pavor, los diarios disparates de tantos “responsables” cuyos cálculos antes tienen que ver con preservar su chamba a toda costa que enfrentar la verdad y ponerle remedio. Es tiempo de valientes y eso arrebata el sueño a los cobardes.
Los números son claros, las gráficas también, aunque hay quienes los miran de soslayo y siguen opinando que exageran, acaso porque tienen prioridades distintas y a su modo apremiantes. Cada día que pasa —y nos consta que son especialmente largos— disminuye la credibilidad de los negacionistas, y algunos son tan brutos o tan pérfidos que no les tiembla el dedo para acusar a sus cuestionadores de celebrar cada nueva desgracia, como si fuera ese su negocio. Nada me gustaría más, en todo caso, que concederles toda la razón, pero da escalofríos ver los números e imaginar el precio estratosférico de semejante exceso de candor. No falta quien pregone que este virus maldito es culpa de los ricos y bronca de los viejos, pero los datos duros hacen temer que serán los más pobres quienes paguen por tanta ligereza, no bien la primavera revele sus secretos. Perdón que la maldiga tan temprano, pero no queda tiempo para el optimismo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de marzo de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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