Morbosos somos todos, como no. Reniego de esa gente que se detiene a media carretera para ver en detalle el accidente que ha generado el embotellamiento, pero no bien estoy a un lado del siniestro bajo instintivamente la velocidad, y de paso el cristal de la camioneta, para pasar revista a lo que no me incumbe. Tengo, eso sí, coartada, pues como novelista me alimento también de atestiguar situaciones extremas. Si otros miran la muerte a su pesar, uno lo hace con ansias de ponerse no tanto en el lugar de quien, según se dice, “pasó a mejor vida”, sino en los de esos deudos que de ahora en adelante llevarán su recuerdo como una herida para siempre abierta.
Hay quien cree que encarando estos horrores de algún modo se ayuda a conjurarlos, y también quienes piensan que lo mejor es volverles la espalda. Muy pocos se detienen a sopesar las dosis de dolor y amargura que puede producir una sola tragedia en quienes viven para recordarla. No faltan los fotógrafos groseros que se recrean en registrar la pinta del cadáver. Y uno, que no es de palo, difícilmente sabrá resistirse a ver ahí la imagen hipotética de su muerte futura. Somos, como en las fotos de la página roja y la bazofia de las redes sociales, no más que sangre, carne, huesos y cartílagos. Si alguien nos descuartiza, ofreceremos un dantesco espectáculo que sin embargo nada revelará de cuanto en vida fuimos, hicimos o pensamos.
Los muertos son iguales para todos, excepto para quien los echa en falta. Pues en su caso siguen aún vivos, lo suficiente para atormentarle. No bastaría el espacio de estas líneas para esbozar una sola de las tragedias múltiples—cada una inefablemente dolorosa y de por sí imposible de arreglar— acarreadas por un asesinato. No hay ficción, reportaje o recuento que dé para cubrir semejante marea de tristeza, desolación y espanto. Están sólo los números, tramposos de por sí, prestos a reducir los signos ominosos imperantes a un exabrupto más de la aritmética. Si ninguno tenemos cabeza suficiente para asimilar siquiera el diez por ciento de los cadáveres de hoy o de mañana, menos aún sabremos cómo procesar los tres mil que caerán el mes que viene, más las desolación que dejarán. Hay más muertos que vida, por lo visto, si bien podría bastar cualquiera de ellos para entender el tamaño del drama. De eso, precisamente, viven los novelistas.
Miremos, pues, al muerto. ¿Me creerían si digo que es mujer? ¿Soportarían saber que es una niña? Pero antes de acabar de espeluznarse, no sobra recordar que ya descansa en paz. Lo que le sucedió debió de ser atroz, pero en su caso el horror terminó. Reparemos ahora en sus padres y hermanos, que de hoy en adelante no podrán invocar al querido fantasma sin volver a sufrir la misma pérdida. ¿Cómo llenan los todavía vivos el abismo insondable de una niñita muerta? ¿Qué hacer con esas horas que alguna vez pasaron a su lado, ahora que ya el reloj sólo mide el tamaño de la pena? ¿Qué queda de la vida para quien vio a su niña masacrada?
La muerte en estos tiempos parece poca cosa. Entre tantos delitos que cada día erizan la pelambre de la opinión pública, el homicidio se ha vuelto uno más. Mujeres, niños, viejos, todo le da lo mismo a los matones. Hay para colmo gente poderosa que soslaya este asunto espeluznante en nombre de unas cuantas conveniencias santificadas por la ideología. Pero el dolor no tiene ideología, ni mayor conveniencia que encontrar en el llanto un poco del consuelo que no pocos mezquinos hallarán sospechoso, puesto que no hay lugar en sus agendas para ponerse al menos un minuto en el lugar de alguna de las víctimas, ya no por la bondad que tanto cacarean sino por mero cálculo político: el sentido común del poderoso. Pocas veces la insensibilidad y la soberbia estuvieron tan lejos de la inteligencia.
Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de febrero de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.