Como todas las aventuras insensatas, ésta empezó con un gran entusiasmo. Eso de ir a comprar juguetes nuevos es desde siempre una gran ocasión, aunque después bastara un triste yo-yo para espantar al demonio del tedio. No siempre queda tiempo para armar el gran rompecabezas, el soberbio mecano o la magna autopista, y ya temía yo que el nuevo juego fuese todo eso y más. Pues amén de exigir el concurso de variados y costosos juguetes, convertirse en YouTuber implica una tortuosa curva de aprendizaje, salpicada de errores bochornosos que estarán a la vista del mundo entero. Literalmente, claro.
Entre que me compré una videocámara y abrí por fin un canal en YouTube transcurrieron doce años. Es decir, tres sucesivas computadoras, cada una más potente que la anterior, bajo el pretexto de que pensaba usarla para editar video. Uno de esos proyectos que generan sumas equivalentes de interés y aprensión, de manera que los vas aplazando junto a otros quizás menos atractivos —ordenar el librero, clasificar las fotos— aunque también menos intimidantes. No sé al resto del mundo, pero la idea de enseñarme a manejar un racimo de nuevas aplicaciones electrónicas me hace soñar con cruces y calvarios.
Fue mi esposa quien me animó a comprar la última MacBook con superpoderes, y yo accedí de nuevo con la excusa de la edición de video. Pero como esta vez había una testigo, la desidia y el miedo se rindieron ante el pundonor conyugal. Hecha la transacción, abrí el canal de YouTube y pasé dos semanas mirando tutoriales en torno a toda suerte de enseñanzas conexas. Bajé además dos libros electrónicos, útiles sobre todo para aceptar que no sabía nada y tal era el mejor de los principios.
No hay que ser un experto en la materia para entender la importancia vital del contenido: precisamente el pie del cual cojea la inmensa mayoría de los sitios web, así como millones de videocanales. Elegí, por lo tanto, mi columna en MILENIO —aquí presente— para arrancar con el experimento que en alguna medida la enriquecería. O eso era lo que yo quería pensar.
Firmar una columna periodística es como tirar dados al aire: crees saber lo que hiciste y tener una idea de la respuesta que provocará, y al paso de los días los hechos te desmienten porque muy rara vez juzga uno su trabajo con objetividad, ya no digamos con clarividencia. Te acostumbras al riesgo, porque de eso va el juego, hasta que un día has de leer el texto —y en realidad actuarlo— delante de una cámara, con las luces encima, las manos ocupadas en diversas tareas simultáneas y la vista saltando entre lente, monitor y tele-prompter. Se revira la apuesta, se tiran nuevos dados.
A menudo, escribir es poner lo mejor de uno para hacer el menor ridículo posible. ¿Y qué tal editar video digital? (Suenan risas grabadas.) Usaba en un principio el iMovie, por fácil y gratuito, pero eran tantas sus limitaciones que al poco rato salté al morrocotudo Final Cut, con un arrojo inspirado en el ciego de El lazarillo de Tormes. “Soy una bestia”, pienso, siempre que lo echo a andar, y así me doy permiso de hacer nuevos ridículos —muy costosos en tiempo y bilis derramada— en el preclaro nombre de la experiencia.
Claro que habrá millones más hábiles que uno, pero la gracia de esto es quitarse lo torpe de a poquitos y tomar las lecciones de humildad propias del caso. Efectos, configuraciones, iluminación, títulos, conexiones, micrófonos, transiciones, plug-ins: todo puede fallar y fallará, con o sin los juguetes apropiados. El único accesorio indispensable es una inagotable dosis de terquedad, puesto que el entusiasmo genera expectativas, y a éstas suelen seguirlas constantes decepciones. A 46 videos del principio, temo ser un desastre como YouTuber. Motivo más que bueno para seguir con el experimento.
Bien lo decía mi madre, que nunca fue YouTuber y ya entendía de esto: “Total, ni que fueras a perder matrimonio”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de enero de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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