Una fábula perruna

Voy a contar una historia pequeña, de ésas que casi nunca llegan al periódico, y cuando esto sucede no falta quien comente lo poco que le importa. Añado de una vez, para no entretener a los desentendidos, que además de pequeña es una historia íntima y su protagonista se mueve en cuatro patas. No estaría de más, en todo caso, dejar claro desde ahora que he de contarlo todo de puro corazón, puesto que el raciocinio entró en crisis desde el primer instante.

Corría una de esas mañanas industriosas del principio de enero, cuando uno acopia bríos para empezar el año a toda marcha, pese a la somnolencia general. Como todos los días, me llegaba el bullicio de mis cinco perrotes corriendo del jardín a la terraza, donde suelen ladrarse a garganta partida con el perrote de nuestros vecinos, aunque nunca tan fuerte como aquella mañana de súbito estruendosa. “¡Esténse quietos ya!”, grité, por gritar algo, y regresé sin más a un ensimismamiento que hasta entonces juzgaba impostergable. Nos sucede a los constructores de ficciones: narrar la vida a veces implica suprimirla.

Ludovico cayó de la terraza, siete metros hasta la azotehuela, se levantó del suelo como pudo, reptó por la escalera hasta el garage y esperó un par de adoloridas horas a que me hiciera cargo de su desgracia. Nada más encontrarlo, enarcado y jadeante, deduje en un momento lo ocurrido y entré en esa espiral de paranoia que da a la realidad la textura inasible de las pesadillas.

“¿Cómo es que sigues vivo?”, le preguntaba, medio enloquecido, al tiempo que lo oía respirar con la dificultad de un moribundo, mientras todos los otros temas de este mundo se esfumaban de golpe en mi cabeza y lo abrazaba enfrente de los otros cuatro, que nos miraban ya con la extrañeza de quien para su mal lo ha comprendido todo. Los conozco, nada se les escapa. Me conocen, soy lento de entendederas. “¿Cómo es que nunca puse un alambrado, si ya había visto el riesgo que corrían?”, me atormenté más tarde, ya al volante y con el herido a bordo, camino al hospital veterinario. Había que ser imbécil, cómo no.

“De milagro está vivo”, coincidieron muy pronto los doctores —Amparo, Riad, Ricardo, entre otros abnegados admirables— tras comprobar la ausencia de fracturas y ver por rayos equis las huellas de una fuerte contusión pulmonar. Neumotórax, le llaman al trastorno que perfora la pleura, llena de aire la cavidad torácica y eventualmente causa una taquicardia como la que al momento de la cirugía tenía a Ludovico al borde de la muerte. Mi mujer, para colmo, andaba de viaje y hubo de padecerlo todo por teléfono. Igual que yo, ella sabe que vivir con cinco canes no divide entre cinco los afectos, si la verdad es que los multiplica. Somos un poco perros a su lado, y a ratos ellos son más gente que nosotros.

Ludovico cayó con sus 42 kilos de peso justo el día que cumplía tres años. Cabe creer que fue su juventud lo que le permitió resistir dos cirugías en días consecutivos, con tres litros de aire metidos en el pecho y el corazón bombeando a todo tren. Mañana y noche lo encontraba en su jaula, totalmente entubado y sin embargo listo para darme otro de sus manotazos y dejarse querer en lo posible. “Aquí estoy, no me he ido”, era el mensaje. Sobra decir que al volver a la casa saltaban sobre mí cuatro destinatarios, resueltos a olisquear noticia tras noticia.

Hace ya cuatro días que Ludovico regresó a su hogar. Desde entonces Adriana, mi mujer, ha recobrado el aire y el color, y opina que algo así me está ocurriendo. Cada día, el muchacho nos sorprende con nuevas energías y potentes ladridos, amén de una alegría de vivir que encuentro francamente pegajosa. Hoy, hace nueve días, Ludovico cayó de las alturas. De entonces para acá, creo saber un poquito mejor cuáles asuntos son los importantes. Quién pudiera ser perro, para enterarse a tiempo y ya nunca olvidarlo. 

Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de enero de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

http://www.pregonagropecuario.com/cat.php?txt=13671

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