Le da a uno en estos días por hacer unos cuantos cortes de caja. Qué tiene, qué le falta, qué ha logrado o perdido en los últimos tiempos. Más allá del estricto saldo anual, me da la sensación de vivir cada día más desasosegado, como si fuera víctima de una comezón crónica y me faltaran uñas para rascarme. Me explico: todavía a finales del siglo XX, podía uno pasarse el día entero sin hacerse preguntas acuciantes en torno todo cuanto le rodea, puesto que en esos años la información era cara, lenta y escasa. Hoy que vivo habituado a la tentación, a menudo malsana y compulsiva, de consultarlo todo en el teléfono, por más que sean meras fruslerías o productos estériles del ocio, me da por añorar aquellas tardes largas donde no había Twitter, Google ni Wikipedia y podía uno vivir sin dejarse comer por dudas anodinas y tiránicas.
Me pasa todo el tiempo y dudo que sea el único. Vamos, que si existiera un responsable del Zeitgeist planetario ya le estaría aventando unos abogados. Mis ancestros sabían prestar atención (o, en inglés, “pagarla”) y lo cierto es que hace años que la pichicateo por sistema y en cuotas parceladas. En el cine, en la calle, incluso en los momentos más entretenidos, difícilmente puedo contener esta manía de encender la pantalla y echar a andar la prótesis binaria (“discretamente”, pienso, como hacen los viciosos para justificarse), por motivos muy rara vez urgentes, y sin embargo a su modo acuciantes. Si acaso una lectura me cautiva, la prótesis me ofrece un surtido infinito de posibles notas de pie de página, pero a medida que las interrupciones arrebatan el ritmo a la lectura me pregunto si al fin no termino perdiendo más de lo que supongo que gané. Conozco la respuesta, pero tampoco es la primera vez que a la razón le gana la calentura.
El gran problema de la información chatarra es que se halla al alcance de cualquiera, no solamente para ser consultada sino asimismo torcida, adulterada y al cabo fatalmente relativizada, hoy que hasta lo probado y evidente ha de ser opinable, como un gesto cortés a la demencia. Asombra que a finales de la segunda década del siglo XXI haya ingenuos que plagien la Wikipedia. De hecho, una consulta de esta clase sirve para evitar precisamente los lugares comunes: no puede uno escribir, ni siquiera citar aquello que ya existe en la wikiatmósfera, sin la sospecha oscura —para algunos vetusta— de que al hacerlo se está abaratando.
Recuerdo la razón por la que, con quince años cumplidos, me condené a la compra de discos importados, que costaban el doble pero traían las letras de las canciones. Información preciosa cuando no había otra fuente a la mano, tanto así que al final el inglés que muchos no acabamos de aprender en las aulas terminó por pegársenos con gran deleite en nuestros cancioneros personales. Parecería que hablo del pleistoceno, ¿cierto? Porque hoy día el esfuerzo de encontrar la canción y la letra no suele tomar más de 40 segundos, a partir de los cuales puede uno disfrutarla hasta la saciedad —o hasta acabar de aprenderse la letra— sin pagar un centavo. Todo lo cual suena y está muy bien, pero herencias como ésta vuelven loca a la gente. Somos los nuevos ricos de la información.
Vivo como un rehén de mi impaciencia. Antes, cuando sus dudas aún llegaban a viejas, las veía uno engordar, crecer, ramificarse, y hoy las mata antes de que aprendan a hablar. Algunos no esperamos ni a que abran los ojitos. Y puede que lo escriba en estas fechas porque ocurre que hago el corte de caja y hay cuentas que no acaban de salir. Tengo todo, aunque nada parece suficiente para una comezón insobornable. Es el mal de los tiempos, hay que pagar el precio de tanta baratija.
Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de diciembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.