El síndrome de Dimas

La escena ya le dio la vuelta al mundo: el titular de la embajada mexicana en Buenos Aires hace el intento de robarse un libro en El Ateneo, seguramente una de las librerías más hermosas del mundo. No se trata de algún viejo incunable, ni siquiera de alguna edición especial, sino de un clásico que cuesta 10 dólares. Según muestra el video, un señor habituado a recibir trato de “excelentísimo” intentó carranceárselo, metido en un periódico.

Especular en torno a los motivos de un alto diplomático para tirar los dados de forma semejante es forzarse a echar mano de la fantasía, aunque si uno quisiera justificarlo a priori pensaría que lo hizo como un chiste. Un capricho inocente que arrebatara peso a su medio siglo como diplomático. La inocencia, no obstante, suele salir muy cara en ciertos círculos donde la supervivencia se asocia con un sano equilibrio entre discreción y suspicacia.

Y sin embargo, ¡ay!, hombre del siglo pasado, el embajador subestimó las cámaras de seguridad y sobrestimó sus credenciales, que no sólo serían insuficientes para darle un salvoconducto hacia afuera del lío, sino que encima le harían blanco estelar de mofas planetarias. Decirse “embajador” en esas circunstancias —con las uñas al aire y las manos en la masa— equivale a adornarse la cabeza con un gorro cuajado de cascabeles.

“El ladrón de libros”, le llamará más de uno, a sus espaldas, y acaso en 40 años, ya con varios de muerto, habrá quien le recuerde solamente por esa circunstancia, no está claro si más ridícula o escandalosa (de pronto comparable al extravío del portero que anota un autogol sin asistencia). Lo en todo caso más exagerado no son las agravantes del hurto solitario, sino lo que la ñoñería en boga quisiera ver como gran atenuante: por lo menos el tipo quiso robarse un libro, y no otra cosa. ¡Un libro! (suenan violines). Es decir, tiene nobles aficiones. Es, ya sólo por eso, un caco diferente. Un ratero ilustrado, mira tú. Ese pícaro empático que nos hace menear la cabeza y aflorar una media sonrisa socarrona. Tan malo no será, si en lugar de botellas expropia libros.

Robar, como bien dicen, es robar. No soy mejor persona si le echo el guante a un escapulario en vez de una cartera. Al contrario, si encima de ratero soy devoto y para colmo espero protección. ¿Y por qué entonces quien se roba un libro es mejor que el ladrón de una botella? ¿Será que los libreros —primeros afectados— son un gremio boyante y no saben qué hacer con tantas ganancias? ¿No tienen suficiente nuestras librerías con enfrentar la competencia desleal del comercio en línea y la agresión criminal de la piratería, para además tener que dar sustento a esa creencia babeante de que quien roba libros es un buen ladrón?

Siento decepcionar a los románticos de pantalón corto: no hay un árbol, ni un dios, ni un pozo de los libros. Mucha gente vive de fabricarlos, millones más no viven sin leerlos y a todos nos afecta cuando una librería deja de ser negocio para el librero. Tristísimo espectáculo, el del cierre. Es decir que si al fin nos empeñamos en clasificar la gravedad del crimen según el daño que éste ocasiona, atentar contra la supervivencia de los libreros —especie en extinción, no lo olvidemos— parece un agravante escandaloso, y encima bochornoso si proviene de presuntos bibliófilos. Nada como un mal medio es capaz de podrir el mejor fin. ¿O es que leeremos más si logramos quebrar a los libreros?

Siempre hubo y habrá raterillos de libros. A cierta edad eso parece fácil, cuando no divertido, justiciero, audaz, pero igual tiene un precio y alguien ha de pagarlo. Los libreros ahora, los lectores mañana. Mientras tanto, el villano de esta fábula vivirá condenado a pretender que ignora el cuchicheo infame que inevitablemente bullirá a sus espaldas: “¡Mira, ahí va el ladrón de libros!”

Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de diciembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

Embajador Óscar Recio Becerra en Argentina: No tuve intención de robar libro

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