Tú no quieres saber cuál es la verdadera probabilidad de que este avión se caiga”, me dijo alguna vez un ingeniero aeronáutico a la mitad de un vuelo transoceánico. Y tenía razón: prefiere uno flotar irresponsablemente entre las nubes a hacerse cargo de los riesgos que corre, pues de cualquier manera nada podría hacer para minimizarlos. Y así ocurre con todo: no sabemos cuál es la resistencia del pavimento por donde circulamos, ni entendemos un pito de la estructura de nuestro edificio, ni tenemos idea cuando menos de la última vez que se le dio mantenimiento al ascensor. Vivimos condenados a dar por bueno el profesionalismo de gente a la que nunca conoceremos y sobre el cual no existen garantías visibles.
Por supuesto que hay leyes, reglamentos, procedimientos, rutas críticas, guías técnicas, inspectores y demás ingredientes que en teoría abonan a nuestra confianza, aunque también a nuestra inconsecuencia puesto que nada de eso nos consta que funcione, y en más de un caso cabe sospechar lo contrario. Es decir que si en una institución privada u oficial reina la negligencia, la corrupción o la simulación aun en los detalles más triviales, ¿quién nos dice que en los grandes asuntos —temas de vida o muerte— las cosas son distintas?
Éstas y otras tétricas reflexiones vienen a cuento luego de ver Chernobyl, la estupenda miniserie que a lo largo de cinco espeluznantes horas nos lleva de paseo por una pesadilla de tintes francamente apocalípticos, de apariencia increíble y verdad innegable. Pues la pregunta no es en manos de qué gente pueden estar las instalaciones de una planta de energía nuclear, como en cuántas mentiras se apoya su “prestigio”. Mentiras con mayúsculas y vocación de artículos de fe. Mentiras orgullosas a las que nadie puede cuestionar sin arriesgarse a ser estigmatizado por un poder sin límites. Mentiras que hoy en día están de moda, de forma que el siniestro acontecido tres décadas atrás en la hoy extinta URSS cobra una actualidad digna de arrebatarle a uno el sosiego. ¿Quién sabe si entre tantos gobiernos mentirosos, cuyos enceguecidos partidarios justifican a gritos sus excesos y bloquean todo intento de fiscalización, no hay tragedias en marcha que todavía hoy podrían prevenirse si tan sólo estuviese la verdad a la vista?
Toda utopía en marcha tiene una cara oculta. Si en el modesto reino de lo posible la realidad se encarga de enseñarnos nuestros humildes límites, en los dominios de la ideología —esa hija putativa de la religión— los malos resultados son tan inaceptables como los yerros que los ocasionaron. El Estado no puede equivocarse, cuantimenos actuar de mala fe o conducirse desaprensivamente: sostener este dogma es aun más importante que pagar la factura por miles de muertos. ¿O es que acaso no hay siempre a quien pasar la cuenta por errores y horrores de quienes se proclaman infalibles por la sola “grandeza” de su misión?
Chernobyl habla menos de reactores nucleares que de burócratas inescrupulosos. “Alguien tiene que empezar a decir la verdad”, sentencia una científica nuclear que simboliza a los especialistas por los que los políticos autoritarios experimentan desconfianza y desdén. Pues tal como la historia lo demuestra, la verdad escondida no deja de crecer tras las mentiras que se esmeran en taparla, y eventualmente habrá de prevalecer. Es curioso el pudor con el que los administradores de la utopía —hipócritas, mafiosos, delincuentes de oficio— cuidan de su renombre con un celo de obispo criminal, por más que no haya modo ni de contar los muertos (aunque sí de torcer las estadísticas), en la creencia soberbia y un pelito infantil de que la Historia habrá de reivindicarles.
Las mentiras, concluyen los científicos de Chernobyl, son deudas contraídas con la verdad, y ésta habrá de cobrarse irremisiblemente. Así ocurrió en la URSS, y seguirá ocurriendo ahí donde la palabra de los embusteros pese más que los datos contantes y sonantes. Insisto, está de moda. Mientras tanto, cabe esperar lo peor.
Este artículo fue publicado en Milenio el 23 de noviembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: