Para los compradores compulsivos, este fin de semana es como las posadas para los alcohólicos. Puede uno hacerse los mejores propósitos, si bien las tentaciones le acechan a toda hora, en cualquier parte. Hay una inexplicable satisfacción en gastar el dinero, en especial el que uno aún no tiene, y todavía más si adquiere aquellas cosas que francamente no necesita. Se experimenta un bienestar profundo al momento de hacer cuentas alegres y embarcarse con una nueva deuda, similar a esas horas exultantes en que el borracho se hace tratar como rey y celebra su escasa preocupación por un mañana que quiere lejano. ¿El trabajo, las deudas, el saldo de la tarjeta de crédito? ¡Salud por eso, no faltaba más!
Buen Fin. Venta Nocturna. Viernes Negro. Es como si de pronto nos pusiéramos todos de acuerdo en apagar las luces y una vez en penumbra cumplirnos los caprichos más descabellados, con la coartada de que están baratos y el miedo a arrepentirse de no haber sido lo bastante osado para darse el gustazo de decir “yo puedo”. Reina, además, un ambiente festivo que invita a deschongarse, pues ahí donde los otros van cargados de bolsas nada hay más miserable que unas manos vacías. Se trata de sumarse al sentimiento orgiástico de los pudientes de ocasión, donde entre menos falta hace la compra más se antoja firmar el voucher respectivo.
Algo no muy distinto ocurre en ciertos viajes, cuando una tentación intempestiva nos lleva a preguntarnos cuándo más volveremos a viajar, y al no encontrar respuesta lo que sigue es temer que una oportunidad así podría no volver a presentarse. Luego entonces, sería una torpeza desaprovecharla. Quienes no somos lo bastante fuertes ante las sugerencias de los diablos internos solemos acudir a los consejos de un cerebro tramposo que se entiende mejor con los antojos que con la conveniencia. Un mecanismo idéntico al que lleva al abstemio titubeante a concluir que una copa inocente con los amigos no tendría por qué sumirlo de regreso en el vicio.
Las baratas de invierno son el vicio culposo de la clase media, a la cual nadie está del todo satisfecho en pertenecer. Falta, además, paciencia, que en estas ocasiones parece síntoma de tacañería. ¿Tan fregados estamos para no aprovechar semejante andanada de oportunidades? Intentar demostrarse lo contrario es, paradójicamente, el camino más corto para confirmarlo, pero el tema no está en la economía, sino en la apropiación de un estado de ánimo. Tire la primera piedra quien no sepa lo que es el placer del derroche: esa embriaguez festiva y nebulosa cuya gracia consiste en desdeñar los costos cual si el mundo se fuera a terminar antes de que aparezca el cobrador.
Los buenos vendedores saben esto de sobra, por eso sus mejores argumentos tienen que ver con ciertas expectativas íntimas sobre lo que el cliente asume que merece. Cierto es que hay otros zapatos no tan caros, pero esos poco ayudan a cumplirle la fantasía del merecimiento. Una idea en esencia infantil, presente en cada carta a Santa Claus, donde no apela el niño a lo posible como a lo deseable, con base en méritos casi siempre dudosos que el hombre del costal, bondadoso como es, tendrá que dar por ciertos. ¿O es que alguien se imagina a Papá Noel masajeándose el codo igual que un empleadillo cicatero?
No dudo que sean muchos quienes saben sacar provecho razonable de estos días frenéticos de compra-venta, pero es verdad que temo profundamente a la clase de monstruo en la que me transformo en estas circunstancias, cuando sin más ni más hallo a mí y a los míos merecedores de tantas y tan costosas compras que termino mirando por encima del hombro a Santa Claus. Escribo estas palabras el viernes en la tarde, a modo de terapia preventiva. Perdón que las relea de aquí al lunes.
Este artículo fue publicado en Milenio el 16 de noviembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.