Ayer renuncié. Renuncié al estrés, a las malas vibras, a la mala vida bien pagada. Es difícil tomar decisiones de adulto y con melancolía recuerdo los días en los que soñaba ser lo suficientemente alta como para verme en el espejo del baño, alcanzar bien el lavabo o como malosamente me decía mi papá: estar lo suficientemente algo como para ver el cofre del coche para poder manejar. Sigo sin verlo.

Renuncié cuando todo estaba perfecto. En la cima, con la cabeza en alto y en buenos términos con todos. Extrañados me preguntan porqué y no lo entienden. Les explico con la verdad y sin rodeos: no quiero esto para mi vida, no quiero vivir en estrés constante cada mes, ganando bien y gastando en pura tontería para liberar la ansiedad que me genera mi trabajo.

Claro que la cartera está llena, las tarjetas en cero y la holgura de una cuenta de banco con dinero nunca está de más. Pero soy fiel creyente de que hay maneras de ganar dinero sin sufrir. Yo sufría, sufría todos los domingos de pensar que ya iba a ser lunes. Los lunes con la junta de primera hora, os martes con pagos, los miércoles con citas, los jueves con presupuestos. Y los viernes salía despavorida de la ciudad lista para gastar el dinero, perderme en series y aventar mi celular.

Cuando consideraba mi retirada no tuve tanta gracia como quisiera. Lloré 2 días seguidos, consulté con el cielo, la luna, las estrellas y mis vecinos para saber qué hacer. Una amiga me dijo: pon una mano en el corazón y decide. Me metí a la regadera y lo intenté, la respuesta: no tengo idea.

El domingo escuché esto: los ganadores renuncian rápido. Era lo que necesitaba escuchar, me dejé de sentir como un fracaso. Renuncié a todo lo que no quería para hacer espacio a todo lo que sí. Me sentí valiente y no cobarde. Hay veces que hay que luchar y otras en las que uno debe retirarse de la jugada, sin significar que haya perdido.

Saludos de ganadora,

La Citadina.