Cuando hablan de relaciones dicen que la sangre es más pesada que el agua (la familia es más importante que los amigos) y afortunadamente para mí en muchos casos es verdad ya que si no, temo que en varias ocasiones pude haber sido fusilada por mi propia madre (no se alarmen, al final de la historia estarán de su lado).
Para los que me conocen, saben que gozo de mucha paciencia en la vida cotidiana. Como por ejemplo, puedo platicar por horas con niños sobre tonterías, puedo esperar en una cola sin volverme loca, puedo hacer manualidades sin romper nada, se lidiar con gente tonta, etc. Pero como paciente, en términos médicos, la historia no es tan amigable.
Well if it’s that bad we might as well shoot you (si es tan grave mejor te disparamos) – diría mi madre en repetidas situaciones de mi infancia que me involucraban tirada con la mano sobre la frente en pose de drama, el termómetro en la axila, lágrimas de sobra y un mar de kleenex a mi alrededor.
Y sí, soy la primera en confesar que lo mío lo mío, no es enfermarse. Soy la peor. Pero de verdad (si puedo abogar un poco en mi favor) juro y perjuro que me duele mucho y sufro, mucho. Los hospitales me ponen las rodillas de gelatina (mal de familia paterna), las agujas me dan vértigo, las heridas mareo, todo mal. Por eso cuando una amiga / gurú / mamá postiza / consejera de vida me contó que la van a operar y necesitaba donadores de sangre no la dudé y valientemente levanté la mano. Por amor (y para desmentirme a mi misma mi cobardía).
Llegó el día y estaba tan concentrada en ganar (quería ser la primera en pasar a todo) que olvidé a lo que iba. Firmé formularios sin leer (normalmente no firmo ni una hoja en blanco), pisé gente sin pedir perdón, arrebaté tablas, hice preguntas, me cambié de lugar, intensa, intensa, intensa. Hasta que me di cuenta que todo estaba numerado y no era carrera.
Entonces me dediqué a poner cara de valiente, porque de eso se trata donar sangre ¿no? Orgullosamente expliqué que soy de presión baja cuando me tomaron la presión, y cuando la enfermera me revisó las venas y puso cara de preocupación por la escasez de ellas, yo la convencí de que ya había donado sangre (cierto) y que no había problema (también cierto). Santo Jesús casi me desmayo de camino a la segunda fase de la revisión y no podía evitar pensar ¿las venas se encogen? No me acuerdo de este problema la vez pasada.
Me pincharon el dedo para revisar niveles de azúcar y lo consideré lo más doloroso del mundo. Me regresé cojeando a mi lugar (me pincharon el dedo índice, pero uno necesita entrar en papel) y me senté como perrito triste a ver mi herida y lamentarme. Me sentía muy valiente con mi dedito pinchado hasta que recordé lo que tuvo que pasar la persona que operan y lo que ella bien llamó “las perrerías” que te hacen de estudios y me ubiqué. Cero mártir, y yo chillona, como siempre. Cara de ganadora de nuevo, reset.
Salí a la sala de espera y me confirmaron que era excelente candidata y orgullosamente tomé el papel que lo comprobaba. Siguiente paso: donar, aguja, terror. Tomé el jugo que me indicaron con pavor mientras a lado de mi se sentó una novata. ¿Ya pasaste? – me preguntó. Pude ver en su cara el miedo que yo intentaba ocultar y con cara de valiente le contesté que no, pero que no se sentía nada, y que en un abrir y cerrar de ojos estaría afuera comiendo su sándwich (cortesía de la casa). Ese mantra es el que yo me repetía, seguro le funcionaba: sándwich, sándwich, sándwich.
Pasé a la sala de donadores y me tocó enfrente de la chica aterrada. Todas las razones para portarme a la altura de una donadora experimentada. La enfermera que me tocó vio mi brazo y se preocupó: están muy delgadas tus venas, no estoy segura de que puedas donar. Claro que sí – le contesté y la vi con cara de: amiga esto pasa porque pasa, llevo aquí horas y no me voy sin darte mi sangre. Y mi cuerpo en sintonía y generosidad decidió que sería un gran momento para que empezara mi periodo. Sentí el cólico de advertencia y como siempre se me bajó la presión (más). Con las venas delgadas, presión baja, doble baja y periodo yo estaba más lista que nunca.
Me retorcí en la cama como almeja en limón. La chica de enfrente horrorizada veía la tortura que le esperaba. Entre dos enfermeras, metros de cinta médica, manipulación de la aguja en mi brazo y mucho esfuerzo de las 3, lo logramos. Mientras me comía el sándwich de la victoria rodeada de bolsas de sangre colgadas a mi alrededor me sentí como gladiadora saliendo del ruedo. Rodeada de sangre pero victoriosa.
Me enseñaron la bolsa de sangre con mi etiqueta y por un segundo pensé que definitivamente la sangre pesa más que el agua (en términos físicos por supuesto).
Saludos de donadora,
La Citadina.