Amanecimos con pronóstico de desastre. Por donde viéramos el cielo estaba gris y el agua no dejaba de caer. Aquí nunca llueve – no paraban de repetirnos los locales, y nosotros les sonreíamos y el que estaba menos furioso le detenía la mano del otro para no cachetear al imprudente informativo. Y es que es un mal que nos persigue, sospecho que uno de nuestros ancestros le hizo una mala jugada a Tlaloc y él, vengativo como suelen ser los dioses predijo: maldigo a tus descendientes para que vivan una vida perseguidos por la lluvia. Sobre todo cuando viajen – agregó. Y desde entonces vivimos con la maldición que nos ha cumplido en cada uno de los viajes que hemos hecho juntos Sr. Novio y yo. Claro, no es la excepción, y nos encontramos en las costas del Golfo Californiano con “los días más lluviosos que han tenido en años”. No nos queda de otra más que mentar madres, lamentarnos, reírnos y estudiar el sistema metereológico como si nuestras vidas dependieran de eso, y de cierta manera sí.
De acuerdo con las imágenes llenas de colorcitos tomadas por satélites sofisticados, yo llego a la conclusión de que la depresión tropical (nombre que adjudico también a nuestro estado emocional), la cosa va para el norte, entonces lo lógico es ir al sur. Nos subimos a nuestro cochecito rentado y nos preparamos para la aventura. En el fondo toca la canción de Piña Colada de Jimmy Buffet y la acompaña a ritmo el sonido de los limpiaparabrisas. Los trajes de baño van por supuesto en la maleta sin mucha esperanza de ser usados y el bloqueador viene de vacaciones. A la hora, empezamos a vislumbrar un espacio azul a la distancia entre las nubes, la esperanza nuca muere. Seguimos el navegador hasta lo que parecía el final de la civilización y acabamos por una calle de terracería ligeramente inundada pero nuestro cochecito con alma de todo terreno pasó sin titubear. Al final del camino encontramos una de esas playas que uno cree que ya no existen y más asombroso que nada: el sol.
Nos instalamos sin pensarla. En menos de 5 minutos yo estaba lista para nadar gracias a la técnica que aprendí en uno de mis primeros viajes con mi mamá al continente europeo. Consiste en elegantemente desvestirse, ponerse traje de baño y aparecer como si nada, listo para nadar, todo esto lo hace uno mismo sobre su pareo, toalla o en lo que use para sentarse en la playa enfrente de todos. Es como un truco de magia, que si sale mal, como ocurrió con el Sr.Novio, uno debe voltear rápidamente a revisar cuantos nuevos amigos íntimos tiene y que no haya ningún oficial que haya presenciado su truquito que le vaya a costar multa, de ahí en fuera no pasa mucho. No recomendable para pudorosos ni personas con cara de delirio de persecución.
El sol brillaba, las olas ronroneaban y decidí aventurarme. Empecé como siempre, en la orilla y hasta la pantorrilla. Cuando uno va a Acapulco de chico y lo llevan a la playa del revolcadero, aprende muy rápido a respetar el mar y por más que me encante soy de las que casi se echa un ave María antes de entrar. Pero no puedo negar que me encanta y siempre que estoy cerca de él le pido ayuda, pero sobre todo, en el mar dejo mis penas para que se las lleve a una vida mejor, lejos de mi. Dicen que el mar es el único espacio lo suficientemente grande y fuerte como para depositar el dolor de un duelo y estoy de acuerdo. La suavidad del agua te acaricia cuando más lo necesitas y las olas furiosas te recuerdan que ahí puedes dejarlo todo, el mar aguanta. Hoy, afortunadamente no necesito dejar ir a nadie, pero si traía pendientitos de la vida cotidiana así que sin pensarlo me metí, caminé y caminé hasta un punto seguro a lado de un señor que llevaba estudiando un buen rato y decidí que esa ubicación era la correcta, ahí estaría a salvo. Hice mi plegaria y llegué al punto de destino. Era Perfecto cómo lo había predicho, pisaba el fondo, las olas me cargaban y me dejaban caer lentamente en el suelo de regreso. Cerré los ojos y me deje ir por tan solo unos minutos. Cuando los abrí me di cuenta de que algo estaba mal, el señor que era mi medidor ya no estaba y la gente se veía muy lejos. Llegó la siguiente ola y la intenté tomar para nadar de regreso y nada pasaba, la siguiente, igual, ya no pisaba el fondo. Nos habían advertido de las corrientes, había dibujos sobre qué hacer si te atrapaba una, no pelear contra el mar, dar la vuelta por atrás, bla, bla, bla.
Agua saldada en mi boca, en los ojos, no me daba tiempo ni de hacer una seña para gritar y pedir ayuda. ¿Así es cómo acaba todo? Es lo único que podía pensar.
Nade con todas mis fuerzas y aunque sentía que no avanzaba poco a poco lograba probar con la punta del pie la arena abajo de mi, las olas dejaron de jugar conmigo y decidieron darme una segunda oportunidad. Salí toda temblorosa, con el estómago revuelto, cansada, pero viva. Me tumbe en mi toalla y mientras recuperaba el aliento pensé: Estar vivo es lo único que importa. Esa era la respuesta a la pregunta que había hecho antes de entrar al mar, que fue respondida de manera tan práctica. Sr. Novio se acercó a mi y me preguntó que qué me había pasado, le conté mi experiencia tan cercana a la muerte con lujo de detalle… y del niño que flotaba a lado de mi en su tabla de surf que ni me ayudó.
Saludos desde el mar,
La Citadina.