Con alguna frecuencia, el presidente Trump reclama el “derecho absoluto” de hacer lo que él quiera en uno u otro asunto. En rigor, un derecho absoluto es aquél que no acepta límites ni excepciones, aunque es de suponerse que uno como Trump no se conforma con cualquier derecho. Los suyos han de ser distintos y especiales, y tendrán asimismo que preceder a cualquier otro.
Patologías aparte, la idea es atractiva. No se sostiene en razonamiento alguno, de modo que no tiene sentido discutirla, como no sea para acabar peleando. ¿Y qué otra cosa buscan quienes reclaman sus derechos absolutos, sino imponer a gritos lo que no se sostiene con palabras? Diría un personaje de Javier Marías que tal es, hoy por hoy, el estilo del mundo. La razón ha de ser de quien más fuerte grita: minoría aplastante. Y al final, si Trump puede, ¿por qué nosotros no?
Creer o hacer creer que mis derechos pesan más que los tuyos es apelar a la broma orwelliana donde todos somos iguales, pero habemos algunos más iguales que otros. Y sin embargo funciona: la minoría aplastante se las arregla para hacer insoportable la vida de todos, si es que no se ha cumplido con sus exigencias. Y si en nombre de sus “derechos absolutos” cometen tropelías inenarrables y hacen trizas los bienes y derechos ajenos, nada de eso podrá ya reclamárseles, en atención a la importancia superior de su causa.
Ávida de revancha justiciera, la minoría aplastante se mira con derecho al privilegio. Necesitan que el mundo se detenga hasta que sus demandas sean satisfechas, especialmente si son desmedidas. ¿Quiénes nos creemos todos para querer seguir nuestro camino, cuando ellos tienen una urgencia superior? ¿Dónde, por cierto, oímos algo así? ¿No son los chantajistas, los secuestradores, los asaltantes quienes relativizan el derecho ajeno para magnificar el propio? Traduciendo: Perdón que te atropelle, pero es que tengo prisa.
El gran problema con las minorías aplastantes es su tendencia natural a multiplicarse. ¿Qué va a pasar el día en que todos seamos parte de una y exijamos derechos especiales? ¿Va a parar cada quien el tránsito delante de su casa, hasta que nadie pueda ya moverse? Curiosamente, muchos de estos irreductibles se quejan en el nombre del respeto a unas leyes que por lo pronto no se sienten obligados a obedecer, dado que les asisten derechos especiales.
De más está decir que el único criterio para jerarquizar unos y otros derechos es la más absoluta arbitrariedad. Veamos, por ejemplo, a los ciclistas. Es sin duda difícil —ellos, de hecho, lo encuentran meritorio— lidiar con camioneros y choferes que en el primer descuido te pasan la llanta encima, pero ello no te exime de obedecer el jodido reglamento, ni te otorga derechos especiales. ¿Cómo entender las maldiciones del ciclista iracundo que avanza en sentido contrario por una avenida de cuatro carriles? ¿Será que nada más por pedalear le crecen los derechos y se le encogen las obligaciones?
La minoría aplastante se parece al chamaco mimado y berrinchudo que se cree con derecho a un trato excepcional, y si esto no se cumple peor para todo el mundo porque hará una rabieta memorable, durante cuyo transcurso hará y dirá barbaridades exageradas e injustificables, con la coartada de su indignación. Es decir que si me haces enojar, todo lo que yo rompa irá a dar a tu cuenta. Y como mis derechos pesan más que los tuyos, tu respuesta me tiene sin cuidado.
El derecho absoluto a hacer lo que uno quiera, por encima del resto de los mortales, es una idea de tufo monárquico, celebrada por quienes entienden la justicia como iniquidad bien administrada. Cosas que en otros estarían muy mal pero en mí se dispensan porque tengo derechos privilegiados. Distintos. Especiales. Aplastantes. Derechos V.I.P.: sólo eso nos faltaba.
Este artículo fue publicado en Milenio el 12 de octubre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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