“El fascismo es una prolongación asquerosa de la adolescencia.”
Carlos Fuentes.
El personaje insiste en taparse la cara, como si hiciera falta mirarle las facciones para saber lo que hay detrás de la capucha. Se dice combatiente clandestino, pero a su paso deja tantas pistas que se revela cándido y bisoño como el niño que juega a ser ladrón. Sus gritos y amenazas, así como sus golpes y destrozos, ocurren al amparo del montón, y basta con que algunos valientes se le pongan delante para que retroceda “por motivos tácticos” y corra a confundirse entre la turba.
No debería ser causa de sorpresa que la capucha esconda más de un rostro. Su portador es hipócrita o cínico, víctima o represor, puritano o libertino, anarquista o fascista, bárbaro o colegial según la circunstancia y conveniencia. Suya es la alevosía del linchador, el autoritarismo del paramilitar, la chulería del pandillero y el fanatismo del iluminado. No sabe en qué momento se le torció el destino y ya encuentra al culpable en todas partes. La vida le debe algo, nos lo dice esa pose de eterno cobrador que una armadura entera no disimularía. Por eso, si alguien tuvo más suerte que la suya, le urge ponerse a mano destruyendo todo aquello que teme que no podría tener, ya que no siempre alcanza el antifaz del odio para tapar el rictus de la envidia.
Vale creer que nuestro encapuchado tiene algunos problemas de autoestima, que acaso el capirote le ayuda a superar como lo harían sendos galones militares. Le gustaría ser parte de algún grupo social, pero no está dispuesto a hacer mérito alguno para conseguirlo. Detesta a los maestros, le intimida la ciencia y no cree necesario más conocimiento que el de las trampas fáciles que ya domina. No pregunta, se impone. No discute, avasalla. No negocia, extorsiona. Todo cuanto proclama amar o aborrecer es un lugar común, y aun así se jacta de ser tan especial que ningún tribunal tendría autoridad para juzgarlo. Execra la injusticia con la fogosidad que a su modo la aplica, pues lo que en otros es iniquidad en sus manos ha de sentar jurisprudencia.
Ha aterrizado mal en la edad adulta, a la cual se resiste con la rabia de un niño caprichudo. Son tan inmensas sus expectativas que parece gozar de verlas incumplidas, y a partir de ese instante jurarse traicionado. Cree que respeto y miedo son la misma cosa y así siembra el terror entre los indefensos, en nombre de unas cuantas entelequias que no se ve obligado a explicar ni entender. Lejos de consultar sus catecismos, ha aprendido de oídas que las artes y ciencias se dividen en dos: buenas y malas, según los amos a quienes cree que sirven, aunque al fin unas y otras le estorban, le indisponen, le acomplejan. De ahí que le parezca liberador vociferar sentencias tan gratuitas como que la lectura es cosa de burgueses y no le tiemble el pulso para prender fuego a una librería, con el mismo entusiasmo vengador que le merece un hotel ostentoso, una oficina gubernamental o un cajero automático: lugares a sus ojos agresivos, cuya mera existencia le enfurece.
Al chico de la capucha le gusta recurrir a temas tan sonados como autodeterminación y dignidad, mas no por ello encuentra imperativa esa idea —burguesa, a todas luces— de ganarse el sustento, pues como ya hemos visto somos todos deudores de su sed insaciable de revancha. Por eso cuando roba no roba, se compensa. Si asalta un almacén y se lleva, digamos, unos tenis de moda, lo hará en nombre de los desposeídos que su lucha abandera y reivindica, de manera que ni saqueando media tienda terminaría de hacer cabal justicia. Usurero moral, chantajista de oficio, experto en victimismo, sabe que el chiste de esto es que nunca acabemos de pagarle.
Yo en su lugar también me taparía la cara.
Este artículo fue publicado en Milenio el 28 de septiembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.