Los coléricos cretinos

¿Otra vez a pelear con extraños? Con perdón del ilustre José Alfredo, la paráfrasis es inevitable. Ya sea a media calle o en las redes sociales, nos pasamos el día mentándonos la madre con sujetos de los que no sabemos ni el nombre, y tal parece que se complacen en hacernos enojar. Y es que enojados somos todos idiotas. No recuerdo una sola sabia decisión que alguna vez tomara trinando del coraje. Las cárceles están llenas de gente que en mitad de un berrinche cometió la burrada más grande de su vida.

Mucho se habla hoy en día de la presunta estolidez del presidente Trump, mas no ha de ser tan bruto si tiene a medio mundo enfurruñado. Es decir, con los sesos trabajando a una breve fracción de su capacidad. Pensando con las tripas, cuyo producto usual poco tiene que ver con la agudeza. ¿No era eso lo que hacía Mohammed Alí, enfurecer al otro hasta atontarlo, y ya entonces tundirlo sin piedad? No todo el que se luce diciendo necedades resulta el zonzo que uno se imagina: algunos de ellos lo hacen con la intención aviesa de transformarle a uno en basilisco, y no suele costarles mucho trabajo.

Sé muy bien de lo que hablo, no faltaba más. La peor versión de mí es aquella que suelta espuma por la boca. Enojado soy un alcornoque insufrible, y lo grave es que encuentro recompensa en serlo más y más, como si ya mi enfado fuera en sí una revancha a la que tengo sobrado derecho. Cuando uno está furioso se convierte en una caricatura grotesca de sí mismo que invita al pitorreo general. ¿Cómo es que todavía espera que por eso le respeten?

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El enojo es el peor de los consejeros. ¿Quién osaría seguir las sugerencias de alguien a quien encuentra torpe y escaso de luces? El éxito de Hitler —berrinchudo teatral— nunca fue hacer pensar a sus conciudadanos, sino muy al contrario: enfurecerles, por estricto contagio. ¿No quiere el indignado que su cólera ciega se tome por virtud? ¿Desde cuándo al rabioso le preocupan los atropellos que puedan resultar de su exasperación? ¿Quién le aclara al tarugo encabritado que no existe la infamia justiciera?

Da una cierta ternura el papelón de quien se mete a Twitter a pelear con robots. Nada más sospechar que el grosero oponente es una máquina, experimenta uno cierta vergüenza tímida, incómoda en extremo porque ya se figura que otros, a saber cuántos, se carcajean a costa de su candor. Peor, sin embargo, tendría que ser el malestar de quien se hace adversario de fulanos probablemente afines por alguno entre tantos malentendidos que suelen ser el pan de cada día de hipersensibles, impertinentes y demás furibundos en potencia.

Alguna vez, a media zacapela virtual, le pregunté a mi antagonista en turno por qué diablos aún seguía mi cuenta, si tanto le chocaba mi forma de pensar. “Me gusta lo que escribes sobre los perritos”, respondió de inmediato, justo antes de que yo procediera a bloquearle. Zas, los perritos. Un tema ciertamente más interesante y mucho menos bobo que el eventual desfase de nuestros pareceres. Un asunto entrañable, cómo no. Desde entonces, cuando un equis del Twitter me colma la paciencia reviso su perfil: si encuentro allí perritos, asumo el compadrazgo y silencio el teclado.

Se entiende que en algunas zonas del continente al enojado se le llame idiota: más que una condición, es un estado. ¿Quién dice que hace falta ser idiota para ponerse idiota? Se equivocan los cerebros dotados cuando se creen inmunes a la estupidez, y en tanto ello resultan dos veces vulnerables al quizá más humano de todos los tropiezos. Inclusive cuando toca pelear, la rabia es un estorbo que uniforma a ignorantes, sabiondos, gaznápiros y astutos, más aún si es notoria y para colmo ufana. ¡Quién pudiera ser perro y aprender a pelear sin rabia de por medio!

Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de septiembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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